![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjukxcK4L29VlX7JmsqIWP5aENQ-G4mInH9SHoj5su07ftTcpfJT-GRGaT-mf1dCh3MMeVA0d11vrBngN1BeUumGj1F3RBrEO-kUEBChrffWfcyAEZ8F7KnvIfLjj3ILBfaJxF90thuVuc/s400/untitled.bmp)
En noviembre de 1992 un grupo de amigos aunó esfuerzos para editar un número de colección de la revista OIGA, que tituló “50 años de lucha por la democracia en el Perú”, en homenaje a Francisco Igartua Rovira, director fundador de esa, siempre recordada, publicación. Lo que hace valioso este ejemplar es el artículo que escribió el propio Paco, como lo conocían sus amigos, un apunte autobiográfico de su quijotesca andanza por el mundo de la política, combatiendo, pluma en ristre, las injusticias, las miserias, el abuso, las ambiciones, la corrupción de los poderosos de turno, sin temor a ser apaleado o hasta de morir en su empeño por hacer del Perú un país donde, como dijera Octavio Paz, los hombres puedan reunirse en libertad y expresar su reprobación y su asco. La política del Perú, con sus grandezas y miserias es descubierta por Paco, unas veces como testigo, otras como protagonista, como pocas veces ha sido tratada. La narración comienza con su deportación, en 1948, por la dictadura de Odría y menciona también los tres años de ostracismo a que fue condenado por el gobierno del general Juan Velasco Alvarado -máximas condecoraciones que sólo reciben los héroes de la libertad de prensa, los periodistas de honestidad inquebrantable-; y termina en 1992 con un trágico presagio: el cierre de OIGA por el dictador Alberto Fujimori. Hecho que se consumó tres años después, canallada que será materia de otro número.
Sin medios para seguir luchando por los que piden justicia y no son escuchados, Paco Igartua nos dejó para buscar en otras dimensiones la Arcadia que soñaba como morada para los peruanos. “50 años de lucha por la democracia en el Perú” es un ejemplar que sólo circuló con la revista OIGA. Es un material de lectura indispensable para todos aquellos que quieran entender la política que hoy vivimos. Por eso, y también porque su edición primigenia es rarísima, iniciamos con este artículo de Francisco Igartua, sin duda el periodista más representativo del siglo XX, nuestros números de colección. EL EDITOR
ANDANZAS DE UN PERIODISTA
Más de 50 años de lucha en el Perú
Por Francisco Igartua Rovira
Cumplir veinte años de vida, o quince o diecisiete, es disparar la imaginación al futuro, a lo que vendrá, es sentirse lanzado hacia delante, es mirar el porvenir. Cumplir cincuenta años es sentirse en la plenitud de la vida, en lo alto de la montaña, viendo por igual el ascenso y el descenso. Pero al cumplir cincuenta años en una profesión, por más joven que se sienta uno, no hay cómo librarse de la mirada hacia atrás. Mas, creo, si esos años han sido de periodista, oficio que, si se entiende correctamente, no puede estar desligado de la actualidad, de esos hechos que hacen vibrar a todos y que luego todos, en casas y plazas, discuten, silban o aplauden. Hechos que van haciendo la historia, la pequeña o la gran historia.
A los cincuenta años de haber estado prestando testimonio de lo ocurrido en la vida palpitante de tu alrededor es imposible sustraerte a los recuerdos. No hay cómo, a esas alturas del oficio, entregar demasiada curiosidad a lo que vendrá. Primero, porque la experiencia te hace vislumbrar, aunque con la incierta precisión de los adivinos los sucesos que se aproximan. El porvenir no tiene, a los cincuenta años de periodista la emocionada inquietud que se tuvo al inicio de este oficio, algunas veces arte de escrutar secretos y otras dura pelea por defender verdades en las que crees e ideales que te impulsan a luchar contra vientos y mareas. Segundo, porque la preocupación por la actualidad, la noticia, el seguimiento de los sucesos, se te ha hecho rutina. Porque ha perdido encanto el descubrimiento de una novedad. Como que las novedades van siendo cada vez menos novedosas según pasan los años del periodista y como que se nos va desvaneciendo la capacidad de asombro.
Con este entristecido prolegómeno he querido demorarme en confesar que ya cumplí esos cincuenta años que, no sé por qué, se llaman o se llamaban de oro. Supongo que será porque hay que dar por descontado que después de cincuenta años de trabajo debe estar uno lleno de oro. Suposición, por supuesto, falsa. Más en este oficio, donde recolectar enemigos y sinsabores es mucho más corriente que cosechar amigos y agradecimiento.
¿Qué día comencé a hacer periodismo? No lo sé. Sé que en los años 42 y 43 publiqué algunos artículos en un periodiquito de la Universidad Católica y sobre todo, recuerdo que escribía en hojas eventuales que iban apareciendo y desapareciendo en esos años, al entreverse el inicio del proceso electoral de 1945. No siempre cobré por ellos, pero sí recibí muy a menudo buenas propinas. Entré en planilla en Jornada. Allí comencé comentando las noches de la bohemia limeña y haciendo crítica teatral, lo que una vez me llevó a cruzar algunos golpes de puño con Sebastián Salazar Bondy, más tarde entrañable colaborador mío en OIGA.
No fue larga, sin embargo, mi espera para ingresar a la sección política, que era el tema al que estaban dedicados mis primeros escritos, publicados y pagados por los semanarios en los que se iniciaban las preocupaciones electorales que precedieron a la formación del Frente Democrático, que llevó a la presidencia de la República al doctor José Luis Bustamante y Rivero.
A este preclaro personaje de la política y las letras peruanas lo conocí en algún momento del 43, fecha que a los historiadores les será fácil descubrir al leer la anécdota que va a continuación. Lo conocí muy de cerca en casa del doctor don Reynaldo Pastor y la señora Bebin, en La Colmena, donde los Bustamante eran huéspedes cuando visitaban Lima y donde a menudo estaba yo invitado a almorzar. En uno de esos almuerzos el doctor Bustamante llegó tarde y con cara de enfado. Se sentó luego del saludo protocolar y amable que él acostumbrada, y con tono amargo dijo algo que me conmovió como pocos otros recuerdos me han conmovido: “Vengo de Palacio, donde se me ha ofrecido la presidencia de la República en bandeja de plata, como si nos siguiéramos resistiendo a entender que el poder emana de la voluntad popular”.
Gobernaba en esos días Manuel Prado, a quien el mariscal Oscar Benavides le había legado la presidencia en difíciles momentos internacionales. Pronto se iniciaría la guerra mundial, desatada por Hitler en septiembre de 1939. Había sido un gesto de paternalismo político que Benavides juzgó prudente en esa oportunidad. Y Prado intentó copiarlo. Quiso un sucesor obsecuente, a su medida. Se equivocó al creer encontrarlo en el atildado y pulcro embajador del Perú en Bolivia. No advirtió que detrás de la exquisita cortesía, de los afables modales del doctor Bustamante y Rivero se hallaba un hombre de carácter firme, un político con experiencia y, sobre todo, muy actualizado. Un demócrata, estudioso de la realidad peruana, un convencido de que el país tenía que modernizarse e integrar a la nacionalidad y a la producción a millones de peruanos que se iban consumiendo, abandonados, por todos los rincones de la patria. Y el camino para alcanzar estos nobles fines más tarde los trazaría, magistralmente, en un documento que se llamó Memorandum de la Paz, por haberlo redactado en la capital boliviana. Era muy simple: El Perú debía comenzar, desde los cimientos, a constituirse en una democracia real, en un Estado de derecho. Tenía que aprender a vivir democráticamente, bajo el imperio de la ley, porque ésa era la mejor manera de integrar a los peruanos y el mejor cimiento para cualquier futuro desarrollo.
Sin querer me he adelantado al tiempo en esta explicación que hago de aquella lejana anécdota ocurrida en casa de los Pastor-Bebin, en La Colmena, en Lima. En esa ocasión, por casualidad, como he dicho, fui testigo inmediato del rechazo de Bustamante y Rivero a la presidencia que le ofrecía desde Palacio Manuel Prado. Un hecho resonante, porque días después la noticia se filtró a la prensa, lo que le dio notoriedad política al embajador Bustamante e hizo que se recordara que fue él el autor del Manifiesto de Arequipa, la proclama que dio lustre intelectual al derrocamiento de Augusto B. Leguía.
Desde Buenos Aires, el mariscal Óscar Benavides, quien, además de brillante militar, había sido el protector político de la República desde el año catorce, cuando salió en defensa del Parlamento y la Constitución contra la intentona golpista de Billinghurst, observaba preocupado la situación nacional y se sentía obligado a culminar su actuación política encauzando al Perú hacia la democracia. Juzgaba que debía ponerse término al paréntesis de “orden, paz y trabajo”que él impuso, luego de la anarquía que se desató en el país, como secuela de la tiranía leguiísta (el mayor de los pecados de Leguía fue castrar las inquietudes políticas de los peruanos). Benavides sentía que su deber era alentar la formación de un gran frente democrático, del que no quedara excluido ningún partido. En ese entonces se encontraban perseguidos o deportados los miembros del Partido Aprista Peruano (APRA) y de la Unión Revolucionaria, responsables –más los primeros que los otros- de los delirantes años de guerra civil que habíamos vivido hasta el asesinato del presidente Sánchez Cerro.
Había que encontrar a alguien que uniera a todos los peruanos que quisieran iniciar una etapa democrática. Y es entonces que Benavides ve en Bustamante, el hombre que le había rechazado a Prado la presidencia puesta en bandeja, a la figura con capacidad de encabezar ese gran movimiento hacia la democracia. Bustamante acepta, aunque pone sus condiciones en el Memorándum de La Paz.
Pero esto es historia, contada a groso modo, sin los matices que rodearon los hechos esenciales que he descrito. Lo que en mis recuerdos de periodista importa es que, paralelamente a esas tratativas e intrigas políticas, se funda un periódico que haría historia en la prensa nacional: Jornada. Allí fue donde, usando el lenguaje taurino, recibí la alternativa de periodista a tiempo completo. Aquel humilde periódico –muy bien diseñado- habría de ser quién sabe, la más bella aventura del periodismo peruano de este medio siglo. Una hoja. Una sola hoja, eso era Jornada, se alzó como vocero del Frente Democrático y se enfrentó a todo el resto de la prensa local, de la gran prensa tradicional, de los diarios que siempre habían dictado el rumbo de la política peruana.
Al comienzo, en una oportunidad, fue asaltada por la policía la imprenta donde se editaba Jornada e incautadas las “formas “-vivíamos la época de la tipografía y los linotipos- que estaban listas para imprimirse. Fueron llevadas a la Prefectura; que sigue estando donde y como estaba y donde, se me ocurre, muy pocas cosas deben haber cambiado. La clausura fue breve. Y yo me ofrecí, inconsciente, de puro joven a acudir a esa dependencia policial para recoger los “restos” de la edición secuestrada. En esas épocas entrar en las zonas policiales era algo parecido a adentrarse en terreno enemigo en tiempos de guerra. Podía uno quedar allí preso. Y ya había conocido yo el año anterior la horrenda realidad de las cárceles peruanas. Fue por pegar unos afiches de protesta universitaria.
La hoja solitaria pronto creció a cuatro y algunas veces a ocho páginas, pero por falta de rotativa tuvo que imprimirse en varias imprentas a la vez. Se llegó a más de cien mil ejemplares diarios… Y la hoja, Jornada, venció en esas elecciones nacionales. La razón, la movilidad al inmovilismo. El Frente Democrático tuvo un triunfo arrollador.
Sin embargo, la unidad democrática duró muy poco. La absurda impaciencia de Víctor Raúl Haya de la Torre por sentarse en el sillón de Pizarro, el sectarismo aprista, la arrogancia fascista del Jefe Máximo, haciendo que los parlamentarios de su partido le entregaran ante una multitud vociferante, sus renuncias en blanco a los mandatos que habían recibidos en las urnas, fue el inicio de esos “tres años de lucha por la democracia en Perú”. Título del libro en el que José Luis Bustamante y Rivero relata el desquiciado afán aprista por capturar el poder desde dentro del gobierno, incumpliendo el compromiso del Memorándum de La Paz.
Oposición desde adentro que luego se transforma en conspiración abierta, lanzando a la marinería contra sus oficiales e instigando a los soldados contra sus jefes. Así se destruyó la esperanza democrática que entusiasmó al Perú, sin estridencias jacobinas, en julio de 1945. Un entusiasmo que, sin embargo, por línea de carrera, tuvo que ser fugaz en tierras afectas al “¡vivan las cadenas!”.
En la primera escaramuza de la insensatez aprista por dominar el poder, le tocó a la prensa recibir el palo y la bala de la bufalería aprista. Fue el 7 de diciembre del 45 en el Parque Universitario, donde la ciudadanía democrática se había dado cita para protestar contra la ley con la cual el APRA intentaba amordazar a la prensa. Hubo muertos y heridos. Entre éstos el caricaturista de Jornada, Paco Cisneros, a quien le cayó una bala en la pierna. Los redactores de Jornada estuvimos allí en primera fila. Y al día siguiente salió una vigorosa edición de repudio a los métodos fascistas del APRA. Tuve en ella activísima participación y poco más tarde fui nombrado jefe de redacción.
Antes de ese nombramiento y de los sucesos del Parque Universitario ocurrió el episodio de Góngora Perea, un diputado aprista que, en reportaje que le hice, confesó que estaba en contra de la ley de la mordaza a la prensa, pero que en el “partido” no había posibilidad de disentir y que en la célula Parlamentaria se vivía un ambiente de terror, de amenaza constante.Esa edición de Jornada tuvo una tirada enorme, pero la circulación fue limitadísima, ya que los disciplinarios apristas se dedicaron a comprar los ejemplares apenas salían a la calle, en Luna Pizarro, en la Victoria. Antes, la bufalería había intentado tomar la imprenta a balazos y nosotros respondimos también con fuego, dirigidos por el dueño de la imprenta, el eximio tirador César Ínjoque.
Sin embargo, todos los periódicos se ocuparon del tema y el semanario “Vanguardia” de Eudocio Ravines publicó íntegra mi entrevista a Góngora, mi respuesta a la rectificación que al día siguiente el APRA le obligó a firmar y una nota de Ravines que concluía con esta frase: “Y así nace un periodista y se entierra un diputado. ¡Acta es fábula…!”
Algún tiempo después logré entrevistar a Haya de la Torre. Entrevista que me volvió a lanzar a la fama. Esa fama, que, como las páginas de los periódicos, dura apenas unas horas o semanas. La diosa actualidad es cruel con nosotros los periodistas, sus adoradores. Siempre tiene a la mano una nueva novedad para hacer olvidar a la anterior.
Aquella entrevista a Haya fue en un encuentro en el restaurant “Ches Víctor”, de la Plaza San Martín, seguido de unas preguntas presentadas por escrito en La Tribuna, el diario aprista. Cuando fui a recoger las respuestas, una tremenda pateadura de los búfalos me mandó al hospital. (Entre los atacantes estaba Colina, a quien creo apodaban “El Carretón”, quien años después fue mi compañero de destierro en Panamá). La situación que este hecho produjo, significó mi retiro de Jornada.
Yo di por hecha la entrevista. Las preguntas habían sido debidamente presentadas, con anuencia del entrevistado, y las respuestas se habían concretado en los cachiporrazos de sus búfalos. La nota periodística estaba completa y yo exigía que se publicara. Miguel Benavides, el director, se negó a hacerlo; alegando que lo había visitado, para pedirle disculpas “por el error”, Townsend. Le repliqué que el pateado no era él sino yo. Y me quedé en la calle.
Pero la nota ya estaba escrita y era una pena desperdiciarla. La llevé a “La Prensa” y Guillermo Hoyos Osores la acogió con regocijo. Al día siguiente “El Comercio” me pidió si podía variar algo la redacción, para no aparecer reproduciendo una entrevista del diario competidor, a lo que de inmediato me allané. Así también se publicó en “El Comercio” aunque con redacción variada, la misma historia de las preguntas a Haya, con la pateadura aprista por respuesta.
En esa ocasión trabé amistad con Guillermo Hoyos, amistad que se fue estrechando con el tiempo, a pesar de un grueso nubarrón intermedio, y que hasta hoy dura. Demás está decir que ingresé como redactor a “La Prensa”. Fue pocos días, antes de que cayera asesinado Pancho Graña, su director. Y a mí, fulgurante estrella reporteril, me tocó hacer el seguimiento de ese nuevo crimen aprista. Pero esto ya es una historia larga que se puede transformar en una autobiografía, quién sabe muy aburrida, y no en la nota periodística sobre mis cincuenta años en el oficio, que es lo que me he propuesto al iniciarla.
He hablado de mi amistad con Guillermo Hoyos Osores, uno de los más lúcidos y más brillantes analistas del acontecer peruano y mundial. Amistad que me honra y me hace recordar que, por piadosa decisión del destino, mi vida periodística ha estado ligada a las cumbres del periodismo peruano de este siglo. Soy amigo estrecho, repito, de Guillermo Hoyos; tuve amistad casi de padre a hijo con Federico More, “el prosista de mi generación”, como dijo César Vallejo, y el más grande periodista que he conocido; me concedió cariñosa y decidida amistad don Luis Miró Quesada, patriarca de la prensa nacional; fui amigo y después agrio enemigo de Eudocio Ravines, otro de los grandes de la prensa, con quien terminé reconciliado en el destierro, en México, en donde admiré su agudísima inteligencia previó lo que ocurriría en el Perú y me aconsejó no volver. Aunque no me convenciera su posición extremadamente reaccionaria, más que por convicción, por necesidad y por dolido resentimiento con quienes le arrebataron algo que nadie puede quitar: la nacionalidad.
Todos ellos, en una u otra forma, fueron mis maestros. Todos mucho mayores que yo y todos eximios dominadores del oficio, además de escritores de nota y hombres de inusual talento. En eso el destino ha sido pródigo con quien hoy recuerda sus cincuenta años de periodista.
También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y OIGA, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras.
En los años que pasé desterrado en México, tampoco el destino fue esquivo conmigo y me permitió hacer periodismo con amplísima libertad, aunque limitado al área cultural. Fui director del Suplemento de la Cadena del Sol. Algo así como un millón de ejemplares distribuidos en los diarios de la cadena. Entre ellos: El Sol de México y el Occidental de Guadalajara. En esa aventura mexicana no dejé de escribir sobre política, aunque anónimamente en los editoriales de El Sol de México (el diario del D.F) y, por lo tanto, sujeto a los temas dictados por la dirección del periódico. Lo que me dejaba un cierto amargo sabor interior, ya que me había acostumbrado a estar siempre al otro lado del escritorio. Sobre asuntos internacionales y culturales publicaba artículos firmados en la página editorial. También hice de corresponsal viajero cuando, en vida de Franco, México rompió relaciones hasta de correo con España. Viajé con mi pasaporte peruano y un carnet de OIGA, falsificado en la imprenta de El Sol, a París y, desde Biarritz, ingresé a España en taxi. Mi primera visita en San Sebastián fue a Enrique Mujica, quien no era bien visto por la policía en aquella época y quien tiempo después llegaría a Ministro de Justicia de Felipe Gonzales. Se rió con burla al verme desterrado por los militares… Pero ésta ya es otra historia, que me lleva a la autobiografía. Fue bueno aquel destierro mexicano. Guardo muy gratos recuerdos de él.
Toda la vida he escrito, y con desbordada fogosidad, de política. Pero nunca he tomado parte, por muy personales escrúpulos, en la pugna por alcanzar una posición o cargo político. Políticos han sido todos mis editoriales, desde aquel con el que apareció OIGA en 1948 y que hoy vuelvo a repetir en esta edición y también el primero de Caretas en el que explicaba por qué le había puesto ese nombre a la revista: porque “no se podía tocar las caras de los acontecimientos” debido a la dictadura impuesta por Odría.
Han sido cincuenta años de duro batallar en la política y no siempre estuve acertado en mis juicios. Algunas veces me dejé llevar por el arrebato y la pasión. Me equivoqué con cierta frecuencia y cometí errores, unos que avergüenzan y otros que dan pena. He estado y estoy lejos de la aburrida perfección -¡qué duda cabe!- pero jamás hice algo contrario a mi modo de ser, al carácter que heredé de mis mayores. Hoy, en el terreno de las ideas, no soy el mismo de mis años mozos y, en el curso del tiempo, he variado de opinión en distintas oportunidades. En lo que sí no he cambiado es en mi lucha íntima para llegar a más moralmente, en mi persistente, en mi terco afán de ser leal a lo que yo creo es verdad, prefiriendo, como quería el Quijote, doblegar mi juicio a favor de los pobres, de los menesterosos, de los perseguidos y endurecerlo frente a la arbitrariedad del poder.
Como ejemplo de estas variaciones de posición política puedo recordar que, como la mayoría de la juventud latinoamericana, me sacudí de emoción al ver a Fidel Castro entrar victorioso a La Habana y me sentí orgulloso de su revolución. Visité Cuba e hice buena amistad con él. Sin embargo, ya en diciembre del 61 escribí en Caretas, bajo el título de “Castro, el derrotado: Un circulo vicioso en espiral ha llevado a la revolución, de claudicación en claudicación, a los pies del Kremlin”. Pronto, mucho más pronto que otros, advertí que “Fidel Castro había sido el gran derrotado de la revolución cubana… que por distintas razones se dejó vencer y quedó dentro de una revolución que ya no era la suya”.
Muchos son los amigos y compañeros con los que he compartido el pan y el agua de las inquietudes que nos conmovieron en las distintas épocas pasadas. No debería mencionarlos, porque muchos serán los olvidos injustos y grandes los vacíos en los recuerdos. Pero, cómo callar, qué puedo hacer si ahora mismo estoy viendo a Paco Miró Quesada, con quien compartí intensamente las preocupaciones juveniles de los años 42 y 42. Y al otro Paco, al amigo íntimo, intimísimo, con entreactos de riñas violentas: a Paco Moncloa.
Paco Moncloa, mi aguerrido colaborador, junto con la espigada y macilenta figura de Sebastián Salazar Bondy, en los momentos de más intensa lucha en OIGA. Moncloa fue mi compañero de aventuras desde los claustros de la Universidad Católica, en la Plaza Francia; fuimos hermanos casi siameses frente a la máquina de escribir, como si diéramos concierto de piano a cuatro manos. Quedamos distanciados antes de su muerte por diferencias ideológicas que siempre habíamos tenido, pero que la dictadura militar hizo insalvables. Cómo no mencionar a José Diez Canseco, Mario Herrera y César Alzadora, mis primeros maestros de periodismo en Jornada. La Jornada de Miguel, Jorge y Guillermito Benavides. También de Mario Belaunde. Cómo olvidar a Juan Juarve, el puertorriqueño empecinado en la ilusión independentista de su isla. Y al poeta Augusto Tamayo, a Luis Durand, a Julio del Prado (hermano de Jorge) y a Luis Bedoya Reyes, el gerente de Jornada, que terminó siendo un excelente editorialista, y con quien guardo hasta hoy a pesar de muchas diferencias, una firme y sincera amistad.
Hago estas menciones, no sólo por el vivo recuerdo de ellos, sino también para subsanar mi silencio, aunque involuntario, a la muerte de Esteban Pavletich, camarada de bohemia, hermano mayor en surrealistas actividades literario-periodísticas, despilfarrador de energía y salud-dolorosamente sentado en silla de ruedas, sin piernas durante sus últimos años-hombre que supo saborear la vida y me enseñó a saborearla. A él va este recuerdo especial, y no tardío porque en el más allá el tiempo no cuenta. No tanta amistad me unió con otro hombre de la izquierda marxista, aunque nuestra relación fue más larga y más vinculada con el oficio periodístico: el “cuate” Genaro Carnero Checa, el más hábil de mis rivales, en la pugna revisteril y caluroso amigo en las horas de bohemia y en el trotar por el mundo. Coincidimos un tiempo en su México querido.
Ninguno de estos amigos era del agrado de Juan Ríos, el poeta que ejerció el periodismo desde su “Tierra de Nadie”. Lo recuerdo vivamente. Fue la presencia de la moral laica en la mayor parte de mi vida en Caretas, el consejero cansino pero certero que me siguió al refundar OIGA en 1972 y con quien compartí angustias y reflexiones, en estrecha amistad, hasta mi destierro del año 74. A Juan le debo muchos aciertos, el aliento ético en mis momentos más difíciles -en las horas de mayor desconcierto- y también amargos desencuentros, grandes desentendimientos. No fuimos almas gemelas, pero nos quisimos mucho, nos acompañamos intensamente durante un largo recorrido.
Sin embargo, mi vida periodística no la puedo entender si no la veo acompañada de los hermanos Reyes, de Alfonso y de Jesús. Sobre todo de este último, a quien todo le de en lealtad, colaboración, en similitud de ideas, en igualdad de reacciones en este complejo y siempre cambiante oficio.¡Quién sabe si OIGA fuera otra cosa sin los hermanos Reyes!
Y ahora, a estas alturas de esta nota que como toda obra periodística es volandera, “hecha al pie del linotipo”-como decíamos ayer- me viene la angustia de los olvidos y veo amigos que, aunque no fueron periodistas, tuvieron mucho que ver con Caretas y OIGA: a Guillermo Ugaz, el mellizo Silva, a Alberto Vascones, a Herless Buzzio, a Eduardo Orrego, a Jorge Aubry, a Juan Sardá, buen colaborador en la sección Economía y a tantos más, como Pepe y Luis Durand y los otros tres Pacos, Paco Campodónico, Paco Bendezú y Paco Belaunde, que compartieron conmigo muchos de estos cincuenta años de oficio periodístico y de combate por hacer de este país una patria habitable, donde, como decía don Federico More, pudiéramos entendernos en libre discrepancia y en honesta convivencia.
Muchas veces he escrito que en cuestiones de dinero a mí siempre me han administrado. Y es verdad. Jamás me interesé mucho por los asuntos económicos de mis empresas. Y poco después de mi retorno al Perú. Luego del destierro mexicano, este hecho se hizo absoluta realidad gracias a la aparición en OIGA de Carolina Arias, cayado y pastor de las finanzas de la revista. Mujer bíblica por lo fuerte y por su atinado manejo de las arcas, muchas veces escuálidas de OIGA. Cuando digo que a mí me administran, ya saben quién lo hace hoy, desde hace mucho tiempo. ¿Qué sería de OIGA sin nuestra hada madrina?
En estos cincuenta años he conocido y tratado a todos los presidentes y dictadores del Perú de ese lapso, desde Manuel Prado -primer gobierno- hasta Alan García. Nunca he visto de cerca ni le he estrechado la mano a Alberto Fujimori. No he tenido ocasión de hacerlo. Con Manuel Prado, como ya relaté, conocí por primera vez los horrores de las cárceles del Perú, aunque fue fugaz mi paso por esas mazmorras. Del doctor José Luis Bustamante y Rivero guardo el recuerdo del caballero amabilísimo, pero firme en sus convicciones, con profunda preocupación por el destino patrio, por integrar a la nación, dentro del imperio de la ley y comprendiendo el desamparo de los peruanos sufrientes. Lo recuerdo, hace pocos años, ya en la ancianidad, subir la escalerilla de caracol en las oficinas de OIGA en la calle Chinchón en San Isidro, para saludarme no sé por qué motivo y, sobre todo, para instarme a seguir combatiendo por el respeto a la ley y a la democracia, por un orden jurídico que no margine a ciudadano alguno y no permita el abuso contra nadie.
A Manuel Odría, general y dictador, a quien le debo duras prisiones –la primera, apenas fundada OIGA en 1948- despiadadas persecuciones y una deportación a Panamá, como director de Caretas, lo traté en varias ocasiones y lo describí con sus pequeños y vivaces ojillos, como diminutos puñales, en una crónica donde daba cuenta del enfrentamiento que tuvo Caretas con él, el día en que invitó a la prensa para “conversar” sobre las elecciones que el país exigía en 1955. Allí en los salones de la casa presidencial de La Perla Carlos Enrique Ferreyros con Doris Gibson y yo a su lado, leyó en la cara de Odría el texto redactado por mí para la ocasión. Fue la primera vez que en voz alta se le reclamaba al dictador la “derogatoria de la ley de Seguridad Interior de la República, reforma sustancial del Estatuto Electoral y amnistía general”, como condiciones esenciales para “alcanzar la etapa democrática a la que aspiramos”. Esa presión, iniciada con ese texto mío leído por Ferreyros, fue creciendo hasta que se hizo posible la elección del 56 y, antes, las jornadas cívicas que hicieron de Fernando Belaunde el líder del futuro partido Acción Popular.
Con Fernando Belaunde Terry mis relaciones han sido siempre amables, dentro de la distancia que él guarda en su trato personal aun con sus amigos, salvo sus pocos íntimos amigos. Lo he tratado mucho. Más en sus campañas electorales que en la presidencia. Y lo conozco desde los primeros pasos de Caretas, cuando él dirigía la revista El Arquitecto Peruano. Creo que su conducta personal y cívica ha sido siempre irreprochable y fue bueno su primer gobierno, al que en sus últimos tramos combatí con la irresponsabilidad de que son capaces los jóvenes, alentado por irreflexivas ansiedades de ir más aprisa en los cambios sociales. Esa violenta actitud mía nos alejó más todavía cuando se produce el golpe militar de Velasco, pronunciamiento castrense con el que nada tuve que ver.
Conocí al general Juan Velasco mucho tiempo después. En Playa Hermosa, en casa de uno de mis pocos amigos militares, el “machote” Rodríguez. Al ingresar al salón, Velasco me estrechó la mano y me dijo: Lo conocí apenas se abrió la puerta y me pregunté: ¿cómo será este periodista que tanto nos apoya y yo no lo conozco?
Ya he explicado mil veces que estuve al lado de la “revolución militar porque comenzó haciendo la reforma agraria y recuperó la Brea y Pariñas, banderas de lucha de mi generación. Fue una enorme equivocación. Los militares por buena voluntad que tengan, no están hechos para gobernar y nunca entendieron eso del socialismo en libertad. Me equivoqué, pero nunca cedí, ni me agaché. Y bien caro pagué mi error con tres años de destierro y el despojo de Ital Perú, los talleres de OIGA. Me quedé sin sueldo, sin trabajo y no tenía renta alguna. Y así, sin nada, absolutamente nada, debí trotar muchas calles antes de lograr la dirección del Suplemento de El Sol de México, lo que me permitió trasladar a mi familia a ese hermoso país y hacer que me fuera liviano el exilio. En proporción, no creo que haya muchos que se puedan ufanar de haber sido saqueados más que yo por la “revolución militar. Y, repito, no me quejo. Como tampoco me quejo de que, en el siguiente gobierno de Fernando Belaunde, me diera cuenta de que, por distintas circunstancias que no es del caso analizar en esa nota, nuestro sistema democrático había quedado muy debilitado, no sólo debido a la incierta situación económica por la que se había ido deslizando toda América Latina, acrecentada en el Perú por culpa del cataclismo del niño y el conflicto militar en la frontera norte, sino también porque el gobierno no había logrado captar los aires de modernidad que comenzaban ya a soplar en aquellos años, y no logró entender que los tiempos habían cambiado, que el Perú ya no era el mismo que los acciopopulistas habían dejado al partir al exilio. Tampoco se supo, a inicios del régimen, hacer frente al fenómeno terrorista. Un gravísimo problema que los militares no habían querido tocar y que OIGA, mucho antes que cualquier otro medio de información, destacó como problema número uno de la República. En septiembre de 1980, con ocasión de unos petardos hechos estallar en un desfile escolar en Ayacucho, exclamábamos en grandes titulares: “¡Así comenzó en otras partes!
Esa debilidad del sistema democrático anunciaba la seguridad de una catástrofe si lograba tener éxito Alan García Pérez, el atolondrado nuevo líder del APRA, y ganaba las elecciones del 85. Frente a semejante riesgo, quienes conocíamos y habíamos sufrido lo que llamé la “tentación totalitaria” del aprismo, agravada y no amenguada -como muchos creyeron- por la desbocada juventud del candidato García, teníamos la obligación de prevenir al país del riesgo que corría y también de proponer un dique a la avalancha aprista.
Lancé la idea de un Frente Democrático, pero esta vez contra el APRA, y me atreví a llamar a Javier Pérez de Cuellar a la ONU para proponerle fuera él el candidato de esa concertación. Con diplomacia me respondió, dándome a entender que la idea debía madurar más y no dejar a nadie fuera de ese frente. No se negó. Pero no obtuve respaldo a mi gestión. Los candidatos a la presidencia, ciegos a la realidad, surgían como hongos después de la lluvia. Y alzaban de inmediato bandera de absurda intransigencia.
Entonces me atreví a más: acudí a las oficinas del general Francisco Morales Bermúdez y le planteé que él podía y debía ser el abanderado de una coalición política contra el APRA. Era figura conocida en toda la República, era el autor del retorno a la democracia y no se había creado anticuerpos insalvables con los partidos. El general comprendió la propuesta y aceptó el reto… Sin embargo, la ceguera de las docenas de aspirantes al sueño imposible de llegar a la presidencia, no permitió que la idea prosperara. A pesar de que le propio presidente Belaunde insinuó hábilmente el nombre de Morales en una ocasión. Y, peor todavía, el general Juan Morales Bermúdez cayó en la misma ceguera de los otros hongos con falsas ilusiones y sacrificó su futuro político insistiendo en su inviable candidatura personal.
De no haber cometido ese torpe error, Morales Bermúdez hubiera sido en los años siguientes un árbitro de la política nacional al estilo del mariscal Benavides. ¡Pareciera que no hay modo de desafiar al destino y el destino en aquellos días arrullaba, para desgracia del Perú, al impetuoso joven líder del APRA!
Con Alan García el trato fue cordial al inicio de su gobierno, pero también desde el inicio fui de los pocos periodistas -quién sabe el único- que estaba seguro de que Alan nos llevaría a un desaforado desastre. Me había bastado cruzar dos palabras con él para confirmar que, detrás del oropel de su lenguaje, se escondía un hábil e irresponsable demagogo. La inicial cordialidad que me brindó se fue tornando en abierta repulsa a OIGA. Pero hoy, en las desgraciadas circunstancias de facto que vive la República no es valiente ni es hora de echar todo sobre el perseguido Alan García.
A Fujimori, como he dicho, ni siquiera lo he visto de cerca. Es el primer jefe de Estado, durante estos cincuenta años, con el que no he cruzado ni una palabra ni un saludo.
Así corren los dados en este apasionado y apasionante oficio en el que, por distintas casualidades, me vi envuelto hace cincuenta años, y en el que, a pesar de todo lo sufrido, de todo lo perdido, de todas las injurias recibidas, de todos los sinsabores pasados, me siento tan a gusto que no cambiaría mi vida por otra. Descubrí, sin quererlo, mi vocación y no hay mayor benevolencia del destino que el poder desarrollarse libremente en lo que uno siente en su vocación. ¿Por qué no darle gracias a Dios por favor tan singular? Pocos son los hombres que logran lo que yo he logrado: trabajar en lo que más me place, sirviendo a los demás.
Fuente: EDITORIAL PERIODISTICA OIGA S.A. - Archivo Revista Oiga