miércoles, 24 de diciembre de 2008

AMAUTA é INCOGNITA – por Francisco Igartua

Jose Carlos Mariategui
En estos días en que se habla mucho de revisión del pensamiento de José Carlos Mariátegui, no es ocioso publicar la siguien­te nota de nuestro director, Francisco Igartua, aparecida hace cuarenta y tres años con ocasión del cuarto cen­tenario de San Marcos. La hemos ha­llado revolviendo papeles de 1951. Hoy recobra vida y se hace actualidad. Va a continuación:

La Pontifica y Real Universidad Na­cional Mayor de San Marcos -burguesa y reaccionaria, decía José Carlos Mariá­tegui- cumple este mes su cuarto cente­nario; y hemos querido iniciar estos artículos de homenaje a San Marcos precisamente con un recuerdo de Ma­riátegui, por la influencia que en el pen­samiento peruano y sanmarquino de los últimos años ha tenido el gran 'extrauni­versitario' y porque entre toda su gene­ración es quien ha logrado resumir me­jor y con sentido marcadamente univer­sitario las inquietudes de estos tiempos. Como muchos escritores -casi todos, apunta Federico More- cumplió con proclamarse no sólo ajeno sino enemi­go de los claustros. Pero, sensible a su verdadero temperamento, mostró en­tusiasmo ante la posibilidad de ser cate­drático de esa Real y Pontifica Universi­dad. El 10 de enero de 1928 escribe:

«Soy un autodidacta. Me matriculé un verano en la Facultad de Letras en Lima, pero con el solo interés de seguir un curso de latín de un agustino erudito. Ya en Europa frecuente algunos cursos libremente, pero sin decidirme nunca a perder mi carácter extrauniversitario y, tal vez, hasta antiuniversitario. En 1925 la Federación de Estudiantes me propu­so a la Universidad como catedrático de la materia de mi competencia; pero la mala voluntad del Rector y, segura­mente, mi estado de salud, frustraron esa iniciativa». José Carlos Mariátegui no pudo ni podrá desligarse de San Marcos. Fue antes que nada un hombre de letras, ansioso de cultura, y un enamorado de Occidente que creyó encon­trar en el marxismo la fórmula apostata de la civilización occidental. Su pensa­miento pertenece al claustro sanmar­quino como el de todos los hombres de su generación; casi todos ellos alejados físicamente de las aulas por culpa de los diplomas.

Nosotros -muchos periodistas, por timidez, tenemos la inmodestia de ha­blar siempre en «nos»- hemos tenido hasta hoy una idea muy borrosa de Mariátegui. Apenas nos habíamos dete­nido a apreciar al extraordinario perio­dista que había en él -a cualquier tema le encontraba un lado virgen y escribía con igual soltura una crónica política como una nota sobre Navidad o el Car­naval-, nunca nos adentramos en su pasión por la literatura que lo llevó en sus años mozos a escribir varias piezas teatrales y a dejarnos, en su afán de abarcar todos los géneros, los apuntes de una novela: 'Sigfrido y el profesor Cantella'; poco sabíamos de sus arreba­tos en defensa de la libertad de prensa y hemos quedado admirados leyendo el editorial de 'La Razón', que tuvo que circular en volantes, dejando en blanco las columnas del diario: «Llegar al po­der es poca cosa para un hombre de vastas aspiraciones, con clara con­ciencia de su deber histórico, con pro­fundo concepto de su misión en la vida pública, con aguda percepción de las corrientes sentimentales de su tiempo y con talla, en fin, de verdade­ro héroe popular, -esto lo escribió en 1919-.; nunca habíamos sabido de su accidente colegial en el que por culpa de una patada tuvo que abandonar sus estudios, hacerse autodidacta, perder una pierna y morir tan joven; ni siquiera conocíamos la ternura de su carácter ni su inmensa capacidad para sufrir. De Mariátegui sólo teníamos la idea de un hombre excepcionalmente versado en el movimiento político de su época y se nos hacia duro creerlo sectario. Hoy, después de hurgar en sus papeles e intimidades, después de revisar su ál­bum de recuerdos y fotografías se nos presenta la figura de Mariátegui tal como la deseábamos ver: Apóstol y mártir -bien pudo ser misionero francis­cano-, pero no del comunismo sino de todos los menesterosos del mundo.

Mariátegui -¿qué habría llegado a ser Mariátegui con el tiempo?-, al morir tan Joven nos ha dejado una duda. Ya en las primeras publicaciones que se hacen en el extranjero, después de su muerte, se habla de la posible desvia­ción de su credo y filiación. El mismo escribe el 10 de marzo de 1929 refiriéndose al libro que preparaba sobre el marxismo: «Agradezco y acepto su ofrecimiento de gestionar la publica­ción de este libro por 'La Vanguar­dia'. Pero temo que mis conclusiones desfavorables al marxismo, aunque no abordan la práctica de los partidos socialistas, sea un motivo para que `La Vanguardia' no se interese por este libro» (Vida Literaria, mayo 1930, página 5, carta a Enrique Espinoza). Y uno de sus panegiristas, Ramón Doll, sin afirmarlo enfáticamente, pone en duda su fidelidad a la ortodoxia, negán­dose a creer en el marxismo sectario de este hegeliano de la política. Doll dice en 1930: «Era demasiado inteligente, muy apasionado de la verdad y escla­recedoramente abierto a todas las corrientes espirituales, para que no supongamos que en su última polé­mica comenzaba a considerar el mar­xismo como fórmula que importa un juicio condenatorio para la sociedad moderna, más que una explicación científica de la realidad». Para noso­tros, a pesar de proclamar su filiación -como cuando se califica de antiuniversi­tario- sólo tiene fé: fé en el destino más humano de las relaciones entre los hombres. Creyó en el marxismo porque lo acercaba al proletariado, la capa más llagada de la sociedad. No tuvo tiempo para prever que ese proletariado, sin el freno moral que le negaba el marxismo, incubaba la opresión de sus mismos hermanos. Le faltó contemplar cómo el triunfo del proletariado en sí, a la larga, no crea justicia sino una nueva casta aristocrática, tan cruel e inhumana como otras. Sin embargo, su sensibilidad no podría haberlo colocado, en su tiempo, en una trinchera distinta a la que él escogió. Desde ahí se veían las masas en su justa dimensión, en su condición de oprimidas por una sociedad egoísta y desalmada. En opinión de muchos, al hacerse la revisión de la crisis de Occi­dente y del Cristianismo habrá que llegar a esta conclusión: sólo el comunismo ha ofrecido en el último siglo esperanza de redención a las masas.

Hoy, la sensibilidad del mundo ha cambiado. La vieja trinchera de Mariá­tegui está corrompida, porque en la misma doctrina lleva el germen de la descomposición. Pero, el panorama continúa siendo igual. El que la Tercera Internacional o el comunismo soviético no ofrezcan esperanza al desvalido, en nada hace variar la situación de injusticia en la que vive el mundo. Frente a los problemas que planteó Mariátegui -que son los de hoy- hay confusión en todas partes; pero con esperanza de que alguien señale el camino de la justi­cia sin obligarnos a abandonar nuestra dignidad de hombres libres. Mariátegui de no haber muerto tan temprano abría sido nuestro apóstol. Cuando dice: «Residí más de dos años en Italia donde desposé una mujer y algunas ideas. Anduve por Francia, Alemania, Austria y otros países. Mi mujer y mi hijo me impidieron llegar a Rusia. Desde Europa me concerté con varios peruanos para la acción socialista. Mis artículos de esa época señalan las eta­pas de mi orientación socialista», nos hace pensar en lo cerca que estuvo de su última etapa socialista -siempre lo hu­biera sido-, en la que, quizás, nos hubie­ra señalado la solución justa a los proble­mas que expuso hace veinte años. El general MacArthur, soldado de una na­ción capitalista, en la exposición que acaba de hacer sobre el Asia, señalando lo absurdo que significa hacer política asiática sin considerar el hambre y la miseria de esos pueblos y lo irreal de toda acción política que pretenda mantener al Asia colonizada e impedida de lograr su imparable independencia política y económica, sólo difiere de los apuntes de Mariátegui, que publicamos más aba­jo, en que MacArthur, como militar, no presenta una solución doctrinaria y Ma­riátegui, por no haber iniciado aún su revisión del marxismo, vive en esa época esperanzado en la Tercera Internacional Comunista. Es halagador, sin embargo, ver como en el mundo de hoy, se intenta no ponerse de espaldas a la realidad que Mariátegui nos describió hace más de veinte años. Al celebrar casi conjuntamente el cen­tenario de San Marcos y el aniversario de la muerte de José Carlos Mariátegui, rendimos tributo a la clarividencia del Amauta 'extrauniversitario' y a su exqui­sita sensibilidad para comprender el do­lor de la humanidad a la que, sin haber podido completar su obra, señalo un camino con el ejemplo de su vida.

Publicado en la Revista Oiga N° 699, del 11/11/1994

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