sábado, 23 de agosto de 2008

EDITORIAL - Paco Igartua y Doris Gibson - Caretas - Revista Mensual - Año 1 - N° 1

Sabiendo perfectamente que no es tarea grata ni fácil, más aún, en nuestro medio, hacer periodismo; insistimos. El periodismo es como el huevo que pica la gallina. Ahora que, que no tan tontos como las gallinas, sabemos que hay diversidad de huevos; y hemos escogido el que se puede picar. Esta revista sale sin otra intención que la de entretener e ilustrar al público sobre acontecimientos de interés que pasan inadvertidos. Por algo lo hemos titulado CARETAS. Serán las caretas de los acontecimientos –casi siempre– lo que publiquemos. Deseamos así llenar un vacío en el periodismo peruano: realizar un magazine y enfocar algunos problemas nuestros con un espíritu propio y distinto. El marchar en trouppe y el seguir las pautas establecidas nos ha hecho daño –hablamos de los periodistas. Ha encasillado a todos en un solo casillero. Cosa que es aún más desagradable estar distribuidos. Libre de este encasillamiento sale CARETAS. Lo que no significa que lo vayamos a tratar tenga que ser trascendental. Ya hemos dicho que escogemos un huevo que se puede picar. Para esta revista buscaremos que la vida siempre sea un carnaval. Estará alejada de todo lo que significa dolor y lagrimas y huela a mugre. No porque no nos compadezcamos de los pobres sino porque deseamos que la mugre no exista y no creemos que sea manera de hacerla desaparecer el resolverla….

CARETAS será un magazine – lo intentaremos al menos – donde encuentre el hombre común –no hacemos ni queremos hacer una revista de elite – un momento de solaz y algunas notas que le muestren la realidad del mundo y del Perú. Tendrá también frivolidades masculinas y femeninas. Y por último, no olvidaremos que existe una palabra que se llama política. Nuestra política, sin embargo, se limitara en mantener la línea de defensa de nuestra cultura y nuestro sistema de vida contra el comunismo internacional. Nos repugna pensar que la libertad y el espíritu puedan tener un casillero y que esta revista – ejemplo que nos hace tomar partido– tenga que encuadrarse en moldes señalados por un comando que maneja una doctrina. El no olvidar esta palabra no quiere decir que en un magazine nos pongamos a luchar por mejorar las condiciones de nuestro sistema de vida. Para esas peleas y esas luchas hay otros campos. Hemos escogido este precisamente para no mezclarnos con ellas.


Director Gerente: Doris Gibson
Director: F. Igartua
Colaboradores: Dr. José M. Paci, Dr. Luis Durand, Sr. Hugo Cabrera y Sr. Eduardo Urrutia

jueves, 21 de agosto de 2008

FRANCISCO IGARTUA - "El Genero Revisteril en el Peru"


ME corresponde en este ciclo de conferencias organizado por la Universidad de Lima tratar el tema de la revista como género periodístico. Y la verdad es que me complace el encargo. Se trata de una agradable encomienda que me obliga a darle las gracias a quien ha tenido la idea de colocarme en este aprieto, porque me ha forzado a repasar ordenadamente los recuerdos de mis andanzas periodísticas, que no son cortas y que –desde mi ventana, claro está– se ven mucho más fecundas de lo que sospechaba al iniciar esta visión retrospectiva de mi vida de periodista, de fundador y orientador de revistas, de mi actividad como ciudadano y ser humano; ya que en mi vida no he hecho otra cosa que ejercer este apasionado y apasionante oficio que es el periodismo. Acababa de ingresar a la mocedad cuando me inicié en él y durante estos muchos años he sido fundamentalmente revistero. Mi experiencia en diarios ha sido tan fugaz que casi no la recuerdo. Podría decir que no he conocido otra sala de redacción que la de la revista.

Jornada, periódico en el que di mis primeros pasos cuando acababa de fundarlo Miguel Benavides, más que diario era un semanario que aparecía todos los días. El estilo de Jornada, su manera de tratar los temas –el editorial estaba por encima de cualquier información– y hasta su diagramación, no era de diario. Su periodicidad en esos años –más tarde se hizo bisemanario- fue producto de las necesidades de la candidatura del Doctor José Luis Bustamante y Rivero, candidatura que no había logrado contar con el apoyo de ninguno de los diarios de la época. Mi paso, más tarde, por La Prensa –la de Pancho Graña y Guillermo Hoyos Osores –fue muy breve. Tanto que se me confunde en la memoria.

Luego he llevado vida enteramente de revistero. Primero al frente de Caretas y después de Oiga. Aunque para ser absolutamente fiel a la cronología, tendré que aclarar que Oiga la fundé antes que Caretas, en 1948. Odría acababa de asaltar el poder y le había hecho exclamar a Martín Adán, en el Jirón de la Unión: “¡Hemos vuelto a la normalidad!”. La normalidad peruana –que ojalá nunca vuelva– era la arbitrariedad del poder, por un lado, y la prisión y el exilio para los críticos, por el otro. Esa fundación de Oiga se tradujo, pues, en inmediata clausura del semanario o panfleto, que eso era aquel Oiga del 48, y mi correspondiente prisión en “El Buque” de la avenida España, una cárcel que posiblemente funcione hasta hoy y que en esos años estaba repleta de apristas, consecuencia de la fallida rebelión marinera del 3 de octubre en el Callao.

A mí me colocaron en la celda de castigo, con los presos comunes, porque con refinada maldad el jefe de la Policía, Moisés Mier y Terán, advirtió que yo no era amigo del Apra. Los horrores de los que fui testigo en esa celda son para dar náusea. Fue una experiencia pavorosa de una realidad que, para vergüenza del Perú, no ha variado hasta estos días… Estamos hablando, sin embargo, no de cárceles sino de periodismo, de mis experiencias como hombre de revista, pero así es, o era, nuestro país.

Hace pocos años, durante mi segundo destierro, en México, tuve la dirección del suplemento de un diario, “El Sol de México”; era el Suplemento Cultural, o sea, una revista que venía injertada una vez a la semana en el periódico.

Todo lo que conozco de periodismo está vinculado al género revisteril.

Soy revistero al cien por ciento. Y de mis experiencias como tal voy a hablarles esta noche.

Un asunto de ritmo
¿En qué se diferencia una revista de un diario, de ese otro exponente de los medios gráficos?

Se dirá que en la presentación, en el formato, en el tratamiento de los temas, etc. Y sin duda hay diferencias entre el diario y la revista en todos estos elementos que componen un periódico. Sin embargo, más que en la presentación –que es muy distinta en una y otra–, más que en el estilo de tratar los temas, la mayor diferencia está en el ritmo de cada uno de estos géneros de prensa. El ritmo del diario es velocísimo. La rapidez es una de sus principales virtudes. Llevar la noticia al público antes que nadie, dar la primicia, es el supremo triunfo del diario. Estamos hablando, claro está, del diarismo tal cual es entendido hasta hoy entre nosotros. Más adelante trataremos de exponer algunas ideas sobre el periodismo del futuro; del futuro cercano porque al periodismo le es imposible escapar a la actualidad.

Mientras tanto –por ahora– los hechos, las noticias y los comentarios pasan en los diarios como esas figuras del cine acelerado. La actualidad, tirana de todo periodismo, es implacable y feroz en ellos: lo que hoy es noticia de primera página puede perder todo interés al día siguiente o, peor aún, esa misma noticia es posible que se reduzca a una compuesta en el curso de las horas de ese mismo día y ya no valga siquiera un comentario en la siguiente página editorial. Todo porque la diosa actualidad ha tenido la veleidad de ofrecernos al atardecer una noticia mayor o más truculenta que la del mediodía. El diario es castillo de naipes o de arena. Tiene la rapidez y la magia del teletipo y la radiofoto. Es vital, es palpitante, posee el misterioso atractivo de la violación del secreto y la emoción de ver satisfecha la curiosidad. Tiene la angustia de lo que llega y ya se fue y la alegría de una cierta irresponsabilidad, producto del vértigo noticioso.

El periodismo en la revista es distinto. Está hecho a otro ritmo. Es más sosegado, más reposado. Sus crónicas tienen tiempo para ser pensadas y para rectificar primeros arrebatos. Sus comentarios no poseen, por lo general, la vivacidad, el calor de la escritura que acompaña a los acontecimientos, pero no corren el riesgo de la improvisación; mejor dicho, no deberían correr ese riesgo, porque sería caer en falla imperdonable en un revistero. Aunque ocurre. Y demasiado a menudo en estos tiempos.

El tributo a la diosa actualidad no es, en la revista, una exigencia tan violenta como en el diario. Queda en ella más campo para la reflexión que para el impacto de la noticia. Sus primicias no son las mismas o, para decirlo con más precisión, no tienen la misma inmediatez ni igual tratamiento que las de un diario. Una noticia que cubra el ancho de la primera página de un periódico puede ser, a la semana, la primicia central de una revista. Todo dependerá de cuánta información adicional pueda obtener el revistero, de la calidad de las fotos que logre y de la profundidad y presentación que le dará a la crónica o al comentario.

Al hablar de la revista hablamos del semanario, de la publicación que está en contacto con los lectores cada semana; ya que las publicaciones con periodicidad mayor dejan el campo del periodismo para ingresar –cuando están bien escritas y tocan temas de interés – al campo de la literatura, del ensayo y –cuando cubren asuntos específicos– a lo que se quiere llamar “periodismo especializado”. Pero ni uno ni otro es periodismo en el estricto sentido del término; porque, por la distancia entre una y otra edición y por las cuestiones que tocan, poco tienen que ver estas publicaciones con la actualidad, con el acontecer de la hora, con la palpitante novedad que se comenta en casas y calles de la ciudad. Que eso es el periodismo.

No hay periodista sin contacto con la noticia. Por ello el periodismo por antonomasia es el periodismo de diario, la revista es algo así como la repetición de una película en cámara lenta, para que las noticias puedan gustarse más, para corregir defectos de la prisa y suavizar arrebatos del instante; pero no una repetición tan lenta que desaparezca el film para transformarse en una cadena de cuadros independientes. De ser así, vuelvo a repetir, se pasa del periodismo a la literatura –cuando hay literatura en el texto- o a la bobada, cuando lo que se realiza es una “revista” de esas que “entretienen” hoy igual que tres semanas atrás o adelante. El periodismo es una visión global de la actualidad, donde los acontecimientos no dejan de tener un cierto hilván: recoger el plural acontecer público del día, en el diario, y el de la semana, en la revista. Los periodistas son testimoniadores de lo que ocurre a su alrededor; y con los años terminan siendo testimonio vivo de su tiempo. Mucho de lo que han escrito pasa a ser material de trabajo para la historia, sobre todo lo escrito en revistas, porque es obra más reposada y porque las revistas, y no los diarios, son los que se coleccionan con facilidad. En infinidad de casas, lo habrán visto muchos de ustedes, la colección de una revista es el centro de la biblioteca.

Pero revista no es igual que semanario
Al decir que al hablar de la revista hablamos del semanario, he tenido el propósito de establecer que el periodismo no puede tener una periodicidad mayor que la semana. Sin embargo, hay diferencia entre revista y semanario.

Por revista entendemos lo que en algunos países se llama magacín. O sea un periódico semanal, de formato pequeño, con papel couché –por lo menos en la portada-, presentación a todo color y visión global de la semana, con preocupación por todos los temas, desde los más serios a los más frívolos. Esto es lo que se conoce y aprecia popularmente como “revista”. Pero también existe la publicación semanal de análisis. Más sobria en su presentación que la anterior y con poco o ningún interés por los aspectos frívolos de la vida. Y esta también es revista. En términos internacionales podríamos visualizar la diferencia con Interviú y Cambio, con París Match y L`Express, con Gente y L`Europeo, con varias de las revistas ilustradas alemanas y Spiegel. No se trata de una diferenciación en extremo rígida, porque más de una de las revistas catalogadas como serias hacen concesiones a la frivolidad y algunas de las miradas como alegres no dejan de ser muy serias en buena parte de su contenido. Lo que no se da es el híbrido total. A excepción de Interviú, de Barcelona, que es producto del tremendo desconcierto periodístico-moral dejado por Franco en España. Allí se dan la mano sesudos artículos de política con señoras en cueros y señores en lo mismo. Algo así como un Play Boy de sal muy gruesa, sólo apto para paladares recién salidos de una dictadura ultramontana.

El gran panfletario: More
Semanario, tal como se entiende en nuestro medio, es otra cosa. No sólo es un periódico mayor que la revista y que no emplea papel fino ni impresión policroma, sino que se diferencia de ella, principalmente, en el tono; el semanario en este país es casi sinónimo de panfleto. Grandes panfletarios fueron periodistas del siglo pasado –la mayoría, redactores de publicaciones no diarias-; y el más fulgurante de los periodistas peruanos, el más agudo y mordaz de los analistas de la política nacional, el periodista peruano de pluma más galana a la vez que más punzante, el más brillante de nuestros hombres de prensa, don Federico More, fue periodista de semanario y tremebundo panfletario. Semanarios fueron El Hombre de la Calle y Cascabel, las dos publicaciones más conocidas del autor de Zoocracia y Canibalismo; y eran panfletos. More, que tenía alma de literato, empleó el panfleto como género literario y le dio brillo desusado en nuestro medio; aunque algunas veces su temperamento desbordante lo hiciera resbalar en el libelo, como él mismo confiesa en unas memorias que apenas inició y cuyos originales están en mi poder (hace un tiempo publicadas en el libro Andanzas). Los últimos reductos periodísticos de don Federico More fueron, sin embargo, una revista y un diario. More acabó su turbulenta existencia en Caretas, a mi lado, y en El Comercio, al lado de don Luis Miró Quesada, ilustre patriarca del periodismo a quien More había combatido durante años, con la rudeza del panfletario, y a quien se acercó al final de su vida con afecto y con reconocimiento a sus cualidades profesionales y a su entereza moral.

Panfletarios, aunque muy distantes de la pluma de don Federico More, han sido y son la mayoría de los directores de los semanarios que aparecieron en Lima a fines de los años setenta y de los que hasta hoy (1995) se publican. Sin embargo, hay excepciones. No todos podrían calificarse de panfletarios. Entre ellos el Oiga de formato grande de unos años atrás. Este fue un experimento que nada tiene que ver con las primeras ediciones de Oiga de 1948, absolutamente panfletarias. Se trató de un experimento que he repetido varias veces. En 1962, por ejemplo, inicié con formato grande la segunda etapa de Oiga. En aquel entonces seguí un poco la línea de los semanarios europeos de análisis, que estaban allá de moda en esos años, pero dándole un aspecto de revista en el contenido y en la profusión de fotos. La principal razón de aquel experimento en formato grande fue económica. Un periódico de este tipo, en aquella época, era relativamente fácil de lanzar con muy escaso capital y también fácil de que se sostuviera con la sola venta al público (hoy esto es imposible por la presión tributaria existente). En este tipo de semanario se emplea poco papel en cada ejemplar; basta un equipo de redacción muy reducido; no hay policromía ni couché; y grandes y llamativos titulares pueden atraer con facilidad al público. El problema que se presenta es el del precio: debe ser suficientemente alto para reemplazar los inexistentes ingresos de avisaje y suficientemente bajo para que el gran público pueda acceder a él y lo prefiera a un diario.

Este género periodístico proliferó en Lima con gran éxito a fines de los años setenta por una razón muy sencilla: la captura y “socialización” de los diarios, en 1974, uniformó de tal modo la noticia en la prensa matutina y vespertina; hizo tan insulso el periodismo; aburrió tanto al público con sus boletines oficiales –siempre iguales, lógicamente, en todos los diarios-, que el problema del alto precio del semanario no fue tomado en cuenta por una clase media aún no pauperizada y que deseaba que fuentes imparciales les informaran sobre lo que ocurría en el país y en el mundo. El resultado fue la clausura de los periódicos y el exilio para sus periodistas. Pero cuando se inicia en la segunda etapa militar una cierta apertura liberal, hasta los lectores populares se lanzan entusiastas en pos de los semanarios, ávidos de informarse sobre lo que en realidad sucede y deseosos de sopesar las opiniones de los periodistas y ciudadanos independientes.

El boom de los semanarios no duró, sin embargo, mucho tiempo. Al retornar los diarios a su antiguo cauce -gracias a la democracia votada por el pueblo– y al reabrirse el pluralismo informativo y crítico en el diarismo, así como la competencia por la noticia y el afán de opinar con justeza y libertad, quedó sellada la suerte de la mayoría de los semanarios. No podían éstos colocarse en un precio de competencia con los diarios ni estaban montados para ofrecer el novedoso periodismo de análisis, de crónica comentada, que cierto público podría estar esperando de ese género periodístico.

Al cumplir con su deber de restaurar en los diarios a sus legítimos propietarios, el régimen democrático infligió a la vez, sin querer e ignorándolo por completo, un golpe de muerte a la prensa semanal, a los semanarios me refiero.

Habrá cambios obligados
Sin embargo, a mi regreso del destierro, en 1978, tenía yo propósitos muy especiales con el experimento del nuevo Oiga de formato grande. Abrigaba una esperanza: sembrar la semilla de un periodismo con cara al futuro. Pero fracasé en la empresa. Ni siquiera puedo decir que me quedé a mitad de camino. Apenas di unos pasos en el sentido ambicionado por mi persona.

Y no acerté, entre otras cosas, por algo muy simple: porque no pude disponer del capital que la empresa requería -habría tenido que perder el control de ella- y porque el experimento mismo no estuvo en capacidad de acumular suficiente ahorro para ir formando el cuantioso capital que se necesitaba.

La idea es ésta
Con la aparición y el desarrollo de la televisión, la noticia llega al público de inmediato, muchas veces en vivo y en directo desde el mismo lugar del suceso. La narración va casi siempre acompañada de la imagen en movimiento. Es como si el público pudiera presenciar lo que ocurre en el país y el mundo desde un teatro, un teatro portátil que nos acompaña por todas partes y que uno puede o podrá llevar en el maletín o en el bolsillo.

De este modo ha cambiado, está cambiando o cambiará de manera radical, la noción que aún tenemos del periodismo, sobre todo del tratamiento de la noticia en la prensa. Y ya mucho han cambiado, sin duda alguna, las nociones sobre periodismo que les expuse con tanto entusiasmo al comienzo de esta charla. Pero no creamos que el periodismo escrito vaya a desaparecer, que estemos preparándonos para enterrarlo. No. Las cosas de la vida -como la vida misma- no se esfuman, se transforman. Y eso ocurrirá con el periodismo, con los medios gráficos de expresión.

Con la televisión, la noticia, la primicia, ha dejado de ser exclusiva de los diarios. El tiempo que tarda una rotativa en imprimir una edición extraordinaria, frente a la transmisión en directo de la televisión, nos lleva a comparar la velocidad de un coche de caballos con la de un auto de carrera. Sin duda alguna, el periodismo escrito e impreso cada día podrá competir menos, en el terreno de la noticia, con el moderno demonio de la pantalla chica. Porque recién ahora, con la televisión, es que se ha concretado el reto al periodismo escrito que comenzó a vislumbrarse cuando apareció la radio.

Sin embargo, la magia, el embriagante atractivo de la letra de molde, no va a desaparecer por obra de las palabras radiales –que se las lleva el viento- o de la imagen, que no nos permite concentrar nuestra atención en el significado del discurso. La palabra volandera jamás nos dará la seguridad de la letra escrita, de ese texto que podemos releer por placer o para confirmar o rectificar lo que no estuvimos seguros de entender. Nunca podrán, la imagen y el relato hablado, reemplazar el vigor, la precisión, la intimidad y el encanto de la reflexión escrita, del relato o el testimonio que cada uno puede repasar a voluntad, fijando la atención en lo que a uno más le place o le interesa.


El periodismo escrito, empero, estará obligado con el tiempo a concentrarse en el comentario de la noticia, en la crónica orientadora de lo ocurrido. En los grandes reportajes, documentados e ilustrados. Y este es, como hemos visto, campo propicio para la revista y el semanario. Lo que no significa que ha de desaparecer el diario, sino que tendrá que cambiar: los diarios del futuro, se nos ocurre, se preocuparán más en ofrecer servicios que de dar primicias, noticias; que les importará muchísimo la crónica de análisis; y que sus páginas editoriales recobrarán la preeminencia de otros tiempos, de aquellos años no perturbados por los telégrafos, el teléfono, los teletipos y las computadoras. Disminuirá, eso sí, su número y aumentarán considerablemente sus páginas. En cada ciudad bastarán dos o tres grandes diarios, pero tendrán que tener excelentes servicios: o sea, serán diarios con alto costo de papel. (Es lo que estamos viendo en el remozado El Comercio). Todo esto ocurrirá sin que, desgraciadamente, se estreche el espacio para el diarismo amarillo, de escándalo y de explotación de las tendencias morbosas de la multitud. Ese diarismo –ese periodismo que debiera avergonzarnos– siempre tendrá acogida en la malsana curiosidad del ser humano, en el resentimiento escondido de innumerables personas que encuentran satisfacción en la ruindad de cierta prensa.

Al planear la experiencia de Oiga 78 pensé: el hombre moderno se interesa por estar bien informado, por saber lo que pasa cada día a su alrededor, pero no tiene tiempo para concentrarse todos los días a leer comentarios o grandes reportajes. Y si esa información, seguí pensando, la recibe el hombre moderno a diario y en directo por medio de la televisión, más que un matutino o vespertino, con opiniones a vuela máquina que tendrá que leer a la carrera, le interesará leer un semanario o bisemanario que le ofrezca -sin presiones de tiempo- juicios escritos con maduración y reposo, comentarios a las crónicas del momento y grandes reportajes presentados con el cuidado de revista. Y, punto principalísimo, a precio similar o más bajo que el del diario. O sea, el Jornada de mis primeros años periodísticos, con buen complemento gráfico, con estilo de revista.

Siguiendo el curso de este pensamiento, el diario, con muchas páginas y excelentes servicios, tendrá utilidad en el hogar; mientras que el semanario, con textos escogidos y sin exceso de papel, será lectura del escritorio, de la mesa de noche y de los fines de semana.

Algo sigue a pie firme
El que mi experiencia de Oiga 78 quedara a menos de mitad de camino de mis ambiciones, no indica que el periodismo del futuro no transite por los rumbos que acabo de describir confusamente.

Pero volvamos a la revista, que para tratar sobre ella he sido invitado a esta reunión universitaria.

Después de los vientos huracanados que se han producido en los medios de comunicación, sobre todo en los últimos años, hay un género periodístico que, contra viento y marea, queda en pie, intacto: la revista. Se podría decir que la revista no ha sufrido mayor variación desde que la fotografía comenzó a hacerse familiar en los talleres gráficos. Cuando la fotografía, el mayor elemento diferenciador entre el periódico y la revista, tanto por la manera de usarla como por la calidad que se logra con una impresión más cuidada y costosa, logra incorporarse al quehacer periodístico, comienza a nacer la revista, lo que en otras partes, con mayor propiedad, se llama “magacín”. Y si hojeamos las revistas de los primeros años del siglo, algunas de aquellas primeras publicaciones gráficas que se ajustan a la definición que hemos convenido de lo que hoy entiende el gran público por revista –definición que excluye arbitrariamente publicaciones literarias e históricas que con mayor razón llevan ese título- nos encontraremos con que muy poco han variado, en lo sustancial, las revistas de entonces con respecto a las de ahora.

Aquí, en nuestro país, en Lima, tenemos como ejemplo a Mundial y Variedades. Dos muestras de lo que en artes gráficas y en periodismo revisteril hacían los peruanos en las primeras décadas del siglo. Dos muestras que hubieran obtenido nota excelente en cualquier competencia. ¡Es increíble la calidad gráfica del color, por ejemplo, en revistas que aparecían puntualmente cada semana; es sorprendente la actualidad de las crónicas y de las fotografías; y deben producir no poca envidia el ingenio de sus caricaturistas, el vigor y la pulcritud de sus comentarios y la calidad intelectual y literaria de sus colaboradores! De esos años son también Colónida, Amauta y otras publicaciones que podríamos catalogar como revista de análisis.

No es modesta, pues, la tradición revisteril del Perú. Hasta los años treinta tuvimos exponentes del brillo, la actualidad y la persistencia –que es también cualidad necesaria para pasar a la historia– de Amauta, Mundial y Variedades. Todas ellas liquidadas, muertas, al compás de las trompetas y marchas militares de los cuartelazos, contrarrevoluciones y revueltas que siguieron a la caída de Leguía.

Luego, por culpa quién sabe de esa turbulencia e inestabilidad políticas, así como de la rigidez de las dictaduras de Benavides y Prado, no aparece otra revista que llame la atención y que dure. La excepción es Turismo, que nunca dejó de padecer un limeñismo agudo y fatal. Me parece que murió de esta triste enfermedad. Pero fue una revista que duró, lo que no deja de ser meritorio en un medio inconstante, amodorrado y sin nervio. Esa tradición la siguió Mundo, revista de Miguel Benavides y sus hermanos, aunque más moderna, con aires parisinos.

De los 40 a hoy
A finales de los años cuarenta estalla de pronto una explosión revisterial con Alfonso Tealdo como animador principal. Las revistas se suceden unas a otras a una velocidad vertiginosa. Y son las promociones universitarias de esos años las que dan vida al remolino intelectual integrado por Pepe Diez Canseco, Juan Ríos, Luis Alberto Sánchez, Manuel Seoane, Mario Herrera, Alberto Tauro de Pino, Augusto Tamayo Vargas, etc., etc., etc.

Es entonces que aparecen los nombres de Sebastián Salazar Bondy, Pedro Álvarez del Villar, Alfonso Grados, Raúl Villarán, Arturo Salazar Larraín, Juan Zegarra Russo, Jorge Moral; a los que más tarde se añade la invasión arequipeña de los Chirinos, Rey de Castros, Ricketts y Belaúndes. Muchos de los jóvenes que en la universidad soñaban con revolucionar las letras, con escribir el poema o la novela del siglo, van cayendo hipnotizados en las redes del periodismo.

Las revistas principales, mejor dicho las que recuerdo en estos momentos, son Pan, Ya y Gala. Esta última –la primera de la serie –fue otra especie de Turismo, al que se le borraron defectos y se le dio calidad literaria. Fue una revista de lujo. Pan y Ya, igual que otras de esas épocas que no retengo en la memoria, estuvieron envueltas en el torbellino de la actualidad y tuvieron vida efímera. Algunas fueron flor de un día. Otras arbolitos de estación, como el Extra de años posteriores.

En ese mismo tiempo retornó a Lima, desde México, Genaro Carnero Checa, quien fundó una revista que llevaba por título el número del año en curso. Desde ella, el “Cuate” –así lo llamábamos sus amigos y también sus enemigos–, sentó cátedra de periodismo analítico y comprometido de alta clase. Genaro Carnero fue un periodista emotivo, de sutilísima inteligencia, entregado hasta los huesos a sus ideales comunistas. Fue habilísimo político sin suerte en la ruleta de las posiciones partidarias y parlamentarias, lo que prueba que lo que le faltó de instinto le sobró de juicio crítico. Fui amigo entrañable de él, sobre todo en los últimos años, sin que hubieran faltado fuertes rozamientos en algunos momentos de nuestras largas y muchas veces encontradas relaciones.

Hoy, a distancia de su muerte, lejos de los afanes y compromisos políticos que se entrecruzan ante la tumba de los muertos ilustres, quiero rendir homenaje al amigo y camarada de aventuras, al insigne maestro de periodismo que fue Genaro Carnero Checa.

Fue él quien llenó esos años revisteriles peruanos, ya que ninguna de las publicaciones de esa época llegó a echar raíces. Todas fueron experiencias pasajeras. Algunas brillantes, otras opacas, pero ninguna duradera como la de los números del año de Genaro Carnero.

Hasta 1950, en que se funda Caretas y se da comienzo a una etapa en la que el Perú retoma la vieja posta de Mundial y Variedades. Y tiene que ser con muy grande satisfacción personal que constate yo el hecho; ya que, por caprichoso designio del destino o por lo que fuera, me tocó a mí ser el fundador de dos revistas que han logrado revivir esa dupla que dio fama al periodismo peruano.

Fundé Oiga, como dije, en 1948, y la refundé con el desinteresado apoyo de un grupo de amigos en 1962. A Caretas la fundé en 1950, en sociedad con Doris Gibson y su desbordante entusiasmo y aguerrida personalidad. Y al bautizarla como Caretas se reunieron varias motivaciones en esta palabra. Quise que fuera una expresión de fé en la unidad y destino latinoamericanos, por eso se inspiraba en el nombre de uno de los más sonados esfuerzos editoriales de nuestra América –Caras y Caretas de Buenos Aires-, y también que exteriorizara una protesta concreta: al tomar únicamente una parte de aquel título quedaba dicho que en el Perú de esos días –gobernados con rienda corta por el dictador Odría- no se podían tocar en la prensa las caras de los acontecimientos sino sólo las caretas. Pero no fue una intención guardada in pectore. Quedó escrita en el primer editorial.

Para la refundación de Oiga, a fines del año 62, conté con la colaboración decidida de cuatro hombres que pusieron, en la que parecía ilusa empresa, sus mejores afanes e inquietudes. Sus nombres, Jorge Aubry, Eduardo Orrego, Paco Campodónico y Juan Sardá, quedaron indisolublemente ligados a Oiga. Y a ellos se agregaron pronto los de los hermanos Jesús y Alfonso Reyes.

La intención final, la meta, era hacer una revista de análisis. Y se logró. Si en los últimos tiempos Oiga ha incursionado en el terreno del magacín, no ha sido por decisión antojadiza mía. Me vi forzado, por presiones externas más que internas, a ingresar a una competencia que nunca quise se produjera. Y en el camino del “magazín” andamos. (Hasta este número de Adiós).

El resto de la historia de las revistas en el Perú es reciente para mí y está escrita en estas dos publicaciones y en algunas otras que han tenido vida tan corta como aquellas de la vorágine revisteril de los años cuarenta y cincuenta, con la excepción primera, y ya lejana, de Mundo, después de Gente, Equis y la hace poco fenecida Marka.

Mucho tiempo más podríamos seguir hablando del tema; es el tema de mi vida. Pero creo que me he extralimitado en esta charla de elogio al periodismo como oficio y a las revistas como género periodístico. Ya es hora de que sean ustedes los que hagan de periodistas y me planteen los interrogantes críticos y hasta cáusticos que con mucha facilidad y una cierta irresponsabilidad hace el periodismo a los gobernantes y gobernados, a las personalidades y a los hombres de la calle. Aquí estoy dispuesto a ser sacrificado con las preguntas de un auditorio que ha sido excesivamente gentil al haberme permitido hablar tanto rato de asuntos que siento muy particulares, muy personales.



Fuente: EDITORIAL PERIODISTICA OIGA S.A - Archivo Revista Oiga

martes, 12 de agosto de 2008

FRANCISCO IGARTUA - EPISTOLARIO - Carta del 12 /10/1995


Lima, 12 de octubre de 1995

Señor Director:

He quedado conmovido al leer, esta mañana gris, la nota en la que usted y otros destacados miembros del periodismo independiente expresan su sincero pesar por la desaparición de Oiga y hacen votos porque sea pasajera. Sobra decir que tan bello gesto, en las actuales circunstancias me ha llegado al alma, me ha dejado anonadado. Siempre quise que mis escritos desparramados en los últimos cincuentaitantos años de la vida nacional, sirvieran para agitar conciencias y sembrar inquietudes cívicas. Jamás sospeché que lograrían calar tan hondo. Gracias por tan agradable sorpresa. Al mostrar tan abiertamente su cálida solidaridad con Oiga y conmigo -aunque no compartan mi estilo- los suscriptores de la nota hacen referencia al peligro que para las libertades de expresión y difusión -base esencial del sistema democrático- significa el acoso económico que sufre la prensa escrita en el Perú actual. Y hacen bien en recordarlo. Con 18% de IGV y otras cargas tributarias se ha convertido la lectura en el país en un fruto prohibitivo. En cuanto al reaparecer de Oiga bajo mi dirección, es un deseo que agradezco pero que hallo inalcanzable. Muy grandes son mis obligaciones económicas con los trabajadores de la revista -obligaciones que la edición del adiós no logró cubrir- y no voy a anteponer mis muy acariciadas esperanzas a ese deber social. Me quedan las páginas de El Comercio y de CARETAS que ustedes gentilmente me han ofrecido para seguir en la lucha. Dejen sí que me reponga del trauma que significa el haber sido deportado de mi casa. Quedo a sus órdenes y renuévoles mi agradecimiento a todos los firmantes de un escrito que me abruma y me ha conmovido, repito, hasta el alma.

Francisco Igartua

jueves, 7 de agosto de 2008

FRANCISCO IGARTUA - "Cuándo fue que se jodió el Perú"


EN estos días efervescentes -de resurgimiento económico- que vive la República, en los que se observa, por un lado, voluntad y empeño del gobierno por realizar sus planes y cumplir las recomendaciones del FMI y del Banco Mundial, y en los que, por otro lado, se advierte un claro estilo fascista, con una desmedida arrogancia que muchas veces cae en el abuso y el atropello, bueno es mirar hacia atrás, a releer lo ya escrito. En estos días en que la economía nacional va abriendo posibilidades insospechadas de desarrollo, a la vez que va creciendo el hambre y la desocupación -la miseria en sus distintas tonalidades- y se comprueba cómo va el Estado fagocitándose a todas las instituciones, llevando al país a un centralismo agobiante, que la mayoría acepta por inercia o por ignorancia de lo que éste significó en nuestra historia y en la de otros pueblos; en estos días tan contradictorios y tan difíciles de analizar con sosiego, no hay mejor manera de hallar algo de luz que mirando al pasado, hurgando en las lecciones del ayer alguna explicación a los desconcertantes hechos de la palpitante actualidad.

No me ocuparé, pues, en esta edición del adiós, de destacar acongojado el comportamiento atropellador de la mayoría parlamentaria, que se niega a investigar las cuentas de los últimos años del Parlamento y decide hacer cera y pabilo con los congresistas del 80 al 90, insistiendo en tergiversar la visión histórica de la ciudadanía recordando tiempos cercanos de ingrata memoria colectiva para que el presente -al que no le faltan raterías y le sobran arrogancias napoleónicas- sólo sea comparado con el desastroso paso de Alan García por el gobierno.

Para ofrecer una visión lo más clara posible de lo que ocurre hoy ante nuestros ojos nada mejor que volver la vista atrás; para el caso, repetir –actualizándolo- el artículo que escribí hace algunos años bajo el título de “Cuándo fue que se jodió el Perú”.

Esta dramática pregunta -¿Cuándo fue que se jodió el Perú?-, recogida de memoria de un texto de nuestra reciente literatura, refleja con dolorosa precisión la inquietud actual de la inteligencia peruana, que no halla en el paso de Alan García por el gobierno un episodio crucial sino apenas una desgraciada anécdota. Es una pregunta que revela la clarividente sensibilidad de quien puso por escrito esta gran interrogante nacional, que se ha hecho persistente en demanda de respuesta, de aclaración sobre nuestra existencia como país, en no pocos círculos intelectuales del Perú. Es una interrogación que se ha transformado en angustiosa necesidad de hurgar en los recovecos del pasado y del presente en busca de una explicación al espectáculo de descomposición que nos rodea, a pesar de los pasos positivos que en muchos campos se están dando en el gobierno del presidente Alberto Fujimori.

¿Cuándo fue que se jodió el Perú? No fue en el Incario, porque entonces estas tierras eran apenas embrión de un país no nacido. Tampoco fue en la Colonia. Eran tiempos en que la historia no existía fuera de los mares europeos –que abarcaban las aguas del mundo- y cualquier país de la periferia europea, cercano o lejano a aquella historia, estaba en el limbo, no tenía un porvenir señalado (aunque no sería ocioso apuntar de paso que los virreinatos de México y el Perú eran entonces los territorios más desarrollados de toda América).

¿Fue con la República que se jodió el Perú?

Aquí ya se trata de nuestros días y de nuestras responsabilidades. Sin embargo, los primeros decenios de vida independiente transcurren por igual, con similares rivalidades entre caudillos, en toda América Latina; sin que Lima dejara de ser en esos años la capital más importante de América del Sur. Hasta esa etapa, las posibilidades de desarrollo para la incipiente nación peruana eran iguales o mayores que las de Colombia, Chile o Argentina.

Nuestro primer gran contratiempo recién llega a mediados del siglo pasado y es obra de peruanos. Son los peruanos desterrados en Chile, con el futuro mariscal Castilla a la cabeza, los que alientan la expedición chilena que en Yungay derrota y destruye a la Confederación Perú-boliviana, creada por Santa Cruz con la visionaria intención de corregir el despechado despropósito de Bolívar y rehacer el territorio histórico del Perú.

Es imposible desde hoy, desde nuestro trágico presente, vislumbrar lo que hubiera sido la reunificación peruana, esa república que soñaron algunos espíritus visionarios, ese Perú que pudo ser y no fue. De todos modos, si hubiera sido un territorio más grande y más rico, con una Sierra más potente frente a la lánguida y amodorrada Lima -ciudad cuyo nombre tiene fragancia de fruta asexuada-; y quién sabe si de ahí, de un diálogo vital entre la Costa y los Andes, hubiera surgido la nación que aún no logramos forjar.

Pero la historia no se hace con lo que pudo haber sido y no fue. No podemos, por ejemplo, adivinar siquiera el Perú que hubiéramos heredado de las rebeldías de Gonzalo Pizarro o de la enloquecida correría de Lope de Aguirre por selvas, cordilleras, ríos y mares en búsqueda del reino de la libertad, que él quiso ubicar en tierras del Pirú. La historia es hija de los hechos, de lo ocurrido y constatado. No es de la imaginación ni de los deseos. Puede sí serla de los olvidos.

Es historia, por ejemplo, la glorificación en el Perú del mariscal Castilla y también es historia la canción que a diario se escucha cantar a los niños en las escuelas de Chile:

“Cantemos la gloria
del triunfo marcial
que el pueblo chileno
obtuvo en Yungay…”


Son, en realidad, la misma historia. Pero mientras que en un lado -en Chile- se tiene memoria correcta de lo que fue un hito importante en la formación de su país como nación, en la otra parte -en el Perú- ni siquiera se recuerda que fue Castilla quien capitaneó esas huestes chilenas, destructoras de la Confederación que reunificaba al Perú que Bolívar dividió por vengarse de los desprecios de Lima.

Como vemos, no hay siquiera memoria de nuestro primer gran contratiempo, prolegómeno del segundo, del descalabro militar de 1879.

La pérdida de la guerra postró al Perú. Lo hizo caer en el abismo de la ruina económica y moral. Y, en este caso, la humillación nos abrumó hasta tal punto que se ha hecho obsesión nacional su recuerdo. Lo que tampoco es sano ni fecundo.

Sin embargo, a pesar de esos dos tremendos desastres, no fue entonces que el Perú se jodió. Con tenacidad, con esfuerzos propios, con confianza en el destino patrio, el Perú se recuperó y, a finales del siglo pasado y comienzos del novecientos, floreció nuestra agricultura y la minería peruana respaldaba una moneda que iba “a la par con Londres”. Todavía no eran los tiempos del dólar, reinaba en aquella época la libra esterlina.

Nos hallábamos, es cierto, lejos de la posición privilegiada del virreinato, pero no teníamos el porvenir perdido, el futuro nos podía sonreír en cualquier momento y había modo de contrarrestar la ventaja que nos llevaban los países hermanos bañados por el Atlántico, eje entonces del comercio y las relaciones internacionales.

Lima era una fiesta en aquellos años de la República Aristocrática -la de Piérola y Pardo- y en las provincias las injusticias ancestrales se sentían menos; ilusión del porvenir, construyó Leguía su Patria Nueva con carnavales populares, carreteras, avenidas, puertos y derroche de ilusiones financieras y juegos eléctricos. El Perú, por muy grandes que fueran sus problemas escondidos bajo las alfombras o entre los pliegues andinos, podía hacer el esfuerzo de ponerse “a la par con Londres” en cuestiones sociales, políticas y económicas. A pesar de la dictadura y el centralismo leguiísta, no había llegado la hora en que se jodió el Perú. Sí quedó sembrada con Leguía una semilla perniciosa que contribuyó con el tiempo al desastre nacional: Leguía hizo irrisión de nuestra institucionalidad. El presidente lo fue todo.

El “crac” del 29 remeció al mundo y tumbó a Leguía. Un legendario comandante, Sánchez Cerro, “el Mocho”, se alzó en Arequipa y entró triunfante a Lima. Se desató la barbarie, pero el Perú siguió andando a pesar de la demagogia, del crimen político, de los petardos y de la anarquía que el APRA inauguró, introduciendo en el país los métodos violentos que el fascismo y el comunismo habían patentado en Europa. Y a pesar también de la violenta reacción del gobierno sanchecerrista.

Tras el asesinato de Sánchez Cerro, el general Óscar R. Benavides interviene para pacificar los ánimos e impedir que el país se paralice. Lo logra usando viejos sistemas policíacos y deja como sucesor a Manuel Prado, un personaje que no haría mover al país en ninguna dirección y no cometería imprudencias en la guerra mundial que ya estallaba. Pero, al parecer, Benavides comprendía que para el desarrollo de un país es necesaria la continuidad de acción en los gobiernos; y también parecía entender que la actividad ciudadana requiere seguridad, la que sólo puede emanar de normas legales estables. Será por esto que, en 1945, el ya mariscal Benavides propicia el Frente Democrático y la candidatura del doctor Bustamante y Rivero, quien plantea como condición irrevocable que su régimen sea de transición, de primer paso a una democracia basada en la seguridad jurídica.

La impaciencia del APRA y la torpeza militar echan por tierra este inteligente camino hacia la modernización del Perú. Vamos de tumbo en tumbo, pero vamos como esas canoas que se hunden y reaparecen en los rápidos del Colca.

En 1956 aparece rutilante la figura de Belaúnde, el arquitecto del nuevo Perú, y vuelven las ilusiones que Leguía, con habilidad de prestidigitador, supo usar para encandilar a las multitudes. Pero el vencedor de las elecciones fue Prado, el pasado que persistía. Y que persistió luego en el siguiente sexenio, a pesar de los buenos deseos y de importantes logros del presidente Belaúnde.

El Perú no resiste más y en 1968, al no decidirse Belaúnde -acorralado por el APRA y Odría- a cumplir sus promesas de cambio social, estalla la revolución militar.

Y aquí sí es cuando se jodió el Perú. No porque fuera innecesario enterrar el pasado. Era necesario hacerlo y bien enterrado debiera estar. Era necesario abrir la sociedad peruana. Al Perú lo ahogaba una argolla medieval, una oligarquía despiadada en los negocios y cerrada, ciega, en lo social; sin aliento patrio, sin visión de futuro, ignorante de las nuevas ideas que se iban imponiendo por el mundo, huérfana de respuestas a las exigencias de la hora. Sin darse cuenta de cómo ni cuándo la clase dirigente peruana se había convertido en cadáver que caminaba, hablaba y hacía dinero explotando a otros, no por habilidad propia, sino gracias a una especie de quinto real, de monopolio concedido a ella por gracia divina.

La revolución se había hecho necesaria.

Pero entonces, ¿cómo fue que se jodió el Perú?

No fue por borrar el pasado; el Perú se jodió porque la revolución militar no supo escoger el camino para modernizar al país. Destruyó el ayer, no creó el mañana y no supo mantener el presente. No tenía ideas y se dejó desbordar por las corrientes socialistas que la revolución militar apañó y engordó; pero no por las corrientes modernas, actuales, de ese signo, sino por las más vulgares, las menos inteligentes, las afectas al resentimiento y a la destrucción. No se dejó llevar por principios que hubieran desembocado en el socialismo de Felipe Gonzales o Mitterrand, sino por planteamientos que han tenido que ser revisados en China y la Unión Soviética para evitar que el desastre las arrase.

El Perú se jodió cuando, obnubilada por los resplandores de las ideas de los cafés europeos y de la Iglesia “progresista”, la revolución militar escoge equivocadamente el camino estatista, el del Ogro Filantrópico en dimensión marxista.

La reforma agraria era necesaria. Pero fue una insensatez que afectara a los agricultores que mejor producían y que no tenían tierras ociosas. Otro disparate fue imponer por la fuerza un sistema cooperativo -que no lo era- en las grandes haciendas azucareras.

También era necesaria la reforma de la empresa y todas las otras reformas “revolucionarias”. Pero hubo equivocación -y grande- cuando se creó la comunidad laboral y se introdujo la estabilidad en los puestos de trabajo; hubo torpeza cuando se estatizó no sólo la pesca sino hasta a los pescadores; y hubo delirio cuando el Estado reemplazó a los particulares y se convirtió en el gran empresario. Todas ellas, medidas que dañaron al país y no favorecieron, a pesar de sus buenas intenciones, a los trabajadores.


El Perú se jodió cuando la revolución militar optó por el estatismo en lugar de tomar el camino que el país requería: modernizarse, producir y competir en el mundo alentando la imaginación de los individuos, crear riqueza para que la justicia alcance a todos. El Perú se jodió cuando la revolución militar escogió el colectivismo y este terrible mal –productor de miseria sin quererlo y sembrador de desdichas sin saberlo- se enraizó en el país con el apoyo de todas las tendencias marxistas -que iban creciendo como espuma en medio del desconcierto general- y de todos los políticos que sólo ven votos en sus decisiones de gobierno.

Quien escribe estas líneas recuerda un encuentro callejero con Eudocio Ravines en el destierro de ambos, en México. Era el año 78 y el camino de regreso se nos abría a los deportados, aun para aquellos que teníamos proceso abierto “por haber intentado desestabilizar a la República”. De esto hablábamos cuando, de pronto, tajante, el célebre removedor de inquietudes políticas, muerto trágicamente hace unos años en esa misma calle, exclamó: “No vuelvas. Ya te has abierto camino fuera y tú, en el fondo, eres un liberal. A estos militares estatistas, con absoluta seguridad, los reemplazará el APRA, que es mucho más estatista que los militares”. Luego, al notar que no tenía acogida su consejo, con voz triste, quién sabe si adivinando que nunca volvería a la patria, que moriría atropellado en el cemento muy lejos de sus verdes valles cajamarquinos, añadió: “A mí me tienen que firmar doce generales un permiso expreso de regreso al Perú, porque once firmaron el decreto que me deportó y me quitó la nacionalidad”.

Eudocio Ravines no se equivocó. A los militares colectivistas los sucedió el APRA, luego de un paréntesis en el que, como antaño, no hubo suficiente decisión de cambio.

La tragedia del Perú continuó en manos del APRA, hundiéndonos en el barro de un estatismo torpe, inmaduro, al que podríamos llamar de juguete si no hubiera producido tantos destrozos.

Dije y repito que el Perú se jodió con el gobierno militar en los años setenta; porque fue en esa época que, a la vez que se impulsó la necesaria integración nacional, se escogió como instrumento de desarrollo el colectivismo estatista, modelo que ya la experiencia mundial desaconsejaba y que ha resultado más catastrófico, castrante y negativo que cualquier otro experimento del pasado para la evolución moral, económica y jurídica del Perú. O sea que, justo en el momento en que se iniciaban los pasos para la solución al más hondo problema nacional desde el inicio de República -al problema de la integración humana del Perú-, el gobierno tomó el desastroso camino del colectivismo. De este modo, la inevitable crisis económica estalló en conflicto social y el problema del indio, aunque sufriera algunos cambios, más aparentes que reales, quedó en lo mismo: siguió siendo la gran traba al desarrollo social del Perú. Fue así como se jodió el Perú.

El hecho no ocurrió en un día equis del año 68 o del 70. Los militares que acompañaron a Velasco, igual que éste, no tenían una idea clara de lo que iban a hacer en el gobierno el día que irrumpieron en Palacio y tampoco la tuvieron en los años siguientes. Tardó un tiempo para que fueran dándose cuenta de lo que hacían, aunque nunca llegaron a ponerse de acuerdo en cuanto a las metas finales. No hay, pues, fecha para recordar y lamentar el infortunio.

Tampoco carecía de antecedentes el proceso de integración nacional que la revolución militar puso en marcha. El más reciente había sido justamente la prédica electoral del arquitecto Belaúnde y las primeras jornadas de Cooperación Popular al inicio de su régimen. Bellos instantes de diálogo fecundo, de abrazo fraterno entre peruanos de la ciudad y el campo, que desgraciadamente quedaron truncos, como cometas inconclusas que soñaron inútilmente con volar.

El Perú se jodió con la revolución militar del sesentaiocho porque, ilusamente, creímos encontrar la fuente de la felicidad en el modelo socialista. No se jodió porque en esos años se dieron pasos firmes hacia la integración peruana. No. Acelerar el paso en esa dirección era necesario para que el país fuera adquiriendo, por fin, conciencia de nación, para que los peruanos entendiéramos qué es sentido nacional. Ya que no es posible hablar de nación peruana mientras el indio, el indígena de estas tierras, no se halle incorporado, junto con los demás peruanos, a la actividad del hombre moderno; mientras no lleguemos a entender que la rabulesca eliminación de la palabra indio en el diccionario peruano no elimina -ni siquiera esconde- el problema del indio. Un problema que nos ronda desde comienzos de la República y que siempre se ha pretendido soslayar, enmascarar, olvidar. Por lo pronto, son escasos, se les podría contar con los dedos de una mano, los políticos y pensadores peruanos que han tocado sin temor el problema del indio. Entre esos pocos uno de los más lúcidos, descarnados, es José Carlos Mariátegui, quien no tiembla al hundir el dedo en la llaga cuando dice: “En el Perú, el problema de la unidad es más hondo porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla”.

He aquí el problema magistralmente expuesto. Pero ¿cuál será la solución?, ¿cuál será el destino de estas tierras? Y la respuesta es un dilema: o nos fusionamos civilizadamente, inteligentemente, corrigiendo los desatinos del siglo y medio, o Sendero eliminará salvajemente a medio Perú para levantar sobre los escombros su patria, la de los vencedores. Esta es la hora aterradora que vive el Perú.

Pero ya dije que por mirarle el rostro al problema del indio no se jodió el Perú. Al revés, por no mirarlo, o por despreciar al indio, fue que nos ocurrieron grandes desastres -como la derrota de Yungay-; pero no sigamos con el tema por ahora. Ya habrá espacio más adelante para hablar de la arrogancia, la mezquindad y la estrecha visión limeñas contra el indio Santa Cruz, contra quien planteó establecer un diálogo vital entre la Costa y la Sierra, y así llegar a la fusión, a la integración humana de los distintos Perúes.

El Perú se jodió, repito, cuando optó, en la época de la revolución militar, por el estatismo. Cuando, en lugar de insistir en la unión nacional y ajustar los instrumentos de desarrollo a esa meta superior, optó por el enfrentamiento de clases, por el odio de razas. Se jodió cuando, sin comprensión de la realidad peruana, sin captar las corrientes modernas y sin advertir los desastres que el colectivismo había ya producido en el mundo, los militares revolucionarios, instigados por un grupo de inexpertos intelectuales marxistas, escogieron como modelo el socialista. Sí, socialista, tal como está escrito; aunque en verdad se trató de un sistema ajeno al Perú y desconocedor de sus problemas, nacido de libros y de aventuras juveniles europeas, un socialismo chato, poco inteligente, muy distante de las ideas humanistas, samaritanas, generosas, que dieron origen a esa corriente social. Un socialismo parecidísimo al que, junto a un tenso enfrentamiento racial, quiso imponer el presidente Alan García. Como si sus principales consejeros fueran los mismos jóvenes marxistas que inspiraron los traspiés militares de los años setenta.

Porque los dioses se compadecieron de nosotros en aquellos años de la “revolución militar”, el Perú no llegó a caer en el abismo cubano, aunque sí estuvimos cerca de ello. En el Perú de esos días sólo se pensó en repartir, distribuir, arrebatar. Nadie habló a las masas de producción, de rendimiento, de efectividad, de eficacia, de capacidad; y si alguien lo hacía, nadie daba un centavo por su futuro político. Menos todavía si asociaba la efectividad empresarial a la creatividad, a la imaginación del individuo, a la tenacidad, dedicación y sacrificio del propietario. Aquello tan antiguo que decía: “El ojo del amo engorda al caballo”, que muy bien conocían y aplicaban nuestros abuelos.

Esas ideas desastrosas, basadas en hacer daño al que acumuló ganancias legítimas con trabajo y perseverancia, enraizaron en el Perú y se consagraron como las mejores opciones a seguir.

Todo comenzó con la Reforma Agraria.

No porque no hubiera que hacerla -como que hay que borrar y seguir borrando todo tipo de explotación e injusticia donde éstas se encuentren- sino porque esa reforma se hizo mal y sirvió para no acrecentar el rendimiento del agro sino para activar enconos y revanchas, abusos y tropelías. Los latifundios de la Sierra eran una vergüenza, porque explotaban al campesino y porque eran, además, improductivos. Hoy, la situación en la Sierra no ha variado en cuanto a productividad -los reformistas no se ocuparon de alentar y orientar al campesino- y, si bien han desaparecido los latifundistas, no faltan otros explotadores en su reemplazo.

En la Costa era inaceptable el monopolio del algodón y el azúcar, controlado por tres o cuatro familias. Pero en lugar de dejar la industria en manos privadas y de promover auténticas cooperativas agrarias responsables de su gestión, integradas por trabajadores y técnicos, se optó por el colectivismo; y los frutos de la irresponsabilidad están a la vista. Tampoco se hizo justicia a los medianos y pequeños empresarios del campo -por lo general, ingenieros agrónomos- que habían logrado alcanzar, manteniendo buenas relaciones con sus trabajadores, grandes rendimientos en fundos de cincuenta, cien y ciento cincuenta hectáreas. A éstos jamás debió alcanzarles la reforma. Eran el motor y el futuro de nuestra agricultura.

En pocas palabras, la Reforma Agraria, desgraciadamente, significó no modernización del campo sino repartija de tierras. También hubo despojo de herramientas, maquinarias y casas- habitación. Significó la parálisis de la propiedad agrícola, porque la tierra dejó de ser un bien útil para financiar la actividad agrícola para crecer y prosperar. La tierra sólo sirvió para vegetar en ella.

Con la Reforma Agraria no aumentó la producción; al contrario, bajó y siguió bajando, porque nadie o casi nadie se atrevió a cometer el sacrilegio de ir a contrapelo de los sacrosantos mitos de esos días, como el de la Reforma Agraria, y hasta hoy hay resistencia a corregir los errores que la hacen contraproducente a los intereses del país, empobrecedora de los pobres.

(No faltará quien, al leer estas líneas, se pregunte ¿por qué Oiga no apoyó en todo momento a Fujimori?... Y la interrupción vale para aclarar que esta revista se ha cansado de puntualizar que está de acuerdo con el lineamiento general de la política económica del actual régimen, pero que también, permanentemente, ha rechazado el sectarismo liberal con la misma convicción con que repudia todo fundamentalismo. Para Oiga, las reglas del mercado deben tener excepciones, de acuerdo a la naturaleza de los pueblos y a las circunstancias del momento. Y también Oiga está en desacuerdo con las exageraciones ayatolistas, como la de hacer ilimitada la propiedad de la tierra, ya que esta disposición abre las puertas al latifundismo -que siempre será nefasto- y hará posible, aunque sea en teoría, en extravagante hipótesis, que un jefe árabe despistado o borracho, o un Midas cualquiera, se haga propietario del Perú entero. ¿Por qué no fijar extensiones tan amplias como lo recomienda la técnica y dejar abierta la posibilidad de ampliar esos límites cuando el interés nacional -igual que en las expropiaciones- amerite un acuerdo de ministros para el caso; y evitar así el otro disparate que es poner impuesto a las extensiones mayores, porque eso sería castigar a la eficiencia? ¿Por qué en Europa, que algo nos aventaja en experiencia, muchas cosas no se venden sino se conceden por 99 años?... Y, para completar el paréntesis, para que quede constancia de que la abierta oposición de Oiga al gobierno no es gratuita: Oiga cree que un gobierno no deja de ser dictadura por tener mayoría de votos -ahí están los ejemplos de Hitler y Mussolini- y estima que todo autoritarismo es negación del civilizado estado de derecho al que aspiran todos los pueblos anhelantes de un desarrollo sostenido).

Otro de los instrumentos revolucionarios que con ilusión y sano entusiasmo puso en marcha el gobierno militar fue la Comunidad Laboral. Idea alentada, sin duda, por nobilísimos propósitos y basada en impecable teoría sobre la armonización del hombre con su trabajo. Pero una cosa son los cálculos en el papel y otra la realidad. De allí que lo que se pensó como impulso a la productividad, como sustituto del sindicato, resultó constituyéndose en un añadido a las trabas que desalientan la producción.

Lo mismo podría decirse de la estabilidad laboral. Otra ley con esas buenas intenciones que empiedran el infierno, ya que en lugar de aumentar los puestos de trabajo -que era lo que se pretendía-, éstos fueron disminuyendo. Y, peor aún, esa disposición sirvió para destruir con suma eficacia la disciplina en los centros de trabajo.

Cuando se hicieron “irreversibles” estas disposiciones, muchas de ellas inspiradas en ideas saludables, pero todas contagiadas de resentimiento y mediocridad, a la vez que administradas por holgazanes, fue que se jodió el Perú. Fue entonces que el país comienza a desintegrarse, justo cuando la repartija se hace norma y el socialismo rampante de los cafés latinoamericanos en Europa se hace meta.

Fue un cúmulo de errores que explosionaron de pronto; errores que habíamos ido almacenando desde muy antiguo, desde aquel gran descalabro de Yungay. Porque -hay que decirlo de una vez- lo que se enseña en las escuelas, lo que opina don Jorge Basadre y lo que nos escribe un lector amable sobre Santa Cruz y la Confederación Perú- boliviana es un engaño que encubre, esconde, maquilla la verdad. Una verdad que, por ser muy amarga, no es agradable reconocer. Pero que es verdad.

Nuestro primer gran contratiempo –repito- fue la destrucción de la Confederación. No porque Castilla o Gamarra hubieran sido traidores a la patria, que no lo fueron. Sólo a los peruanos nos satisface repartirnos como volante de circo el título de traidor. Sí fueron unos despistados que no vieron, ni siquiera olfatearon, lo que ocurría bajo los hechos que ellos vivían apasionadamente. Fueron políticos tan torpes que creyeron posible la anexión del Perú por Bolivia. Tremenda equivocación -imperdonable en quienes se estimaban estadistas-, alentada por Chile, país que sí veía un peligro para él -para su expansión- en la Confederación. De allí que se aplicara en ser asilo grato para los refugiados peruanos. Lo que no niega que Castilla fuera más tarde un excelente y patriótico administrador y que los dos (Castilla y Gamarra) fueran valiosísimos soldados -hasta geniales estrategas si se quiere- a los que les corresponden todos los méritos y honores de la derrota que sufrieron en Yungay los confederados del indio Santa Cruz. Al jefe chileno de la expedición, general Bulnes, sólo le correspondió -para desgracia nuestra- la victoria política. Con ello cumplió los planes trazados por Diego Portales, el gran estadista chileno que halagó y amparó a los deportados peruanos que encabezaron, bajo mando chileno, las dos expediciones restauradoras que culminaron en Yungay. Planes y estrategia detalladamente explicados en la carta de Portales, que reproduce Jorge Basadre, y que en un párrafo dice exactamente: “Va usted, en realidad -le escribe Portales a Blanco Encalada, jefe de la primera expedición-, a conseguir con el triunfo de sus armas la segunda independencia de Chile…. La posición de Chile frente a la Confederación Perú- boliviana es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el gobierno porque ello equivaldría a su suicidio. No podemos mirar sin inquietud y mayor alarma la existencia de dos pueblos confederados y que, a la larga, por la comunidad de origen, lengua, hábitos, religión, ideas, costumbres, formarán, como es natural, un solo núcleo”.

Lo que Portales veía con clarísima precisión -también así lo veía desde el campo opuesto Santa Cruz- no lo vieron los díscolos caudillos peruanos, con Castilla a la cabeza; pero, sobre todo, no lo veía la virreinal y engreída Lima, la amodorrada ciudad de la mazamorra y el arroz con leche. Tampoco lo ven nuestros historiadores y algunos de los lectores de Oiga que me han escrito sobre el tema. Sí lo vio Bolívar, quien no quiso un Perú fuerte e hizo del Alto Perú una nación independiente. Y, muchas páginas atrás en la historia, así también lo vio el virrey Manuel Guirior, quien escribió en 1778 cuando se comenzó a hablar de la Audiencia de Charcas y de hacerla -como se hizo- dependencia del virreinato de Buenos Aires: “El reino del Perú, Bajo y Alto, no admite división perpetua”.

Portales, con larga y aguda visión de estadista –él es el padre de la nación chilena-, advierte que es natural la unión de los dos Perúes, que el idioma –el quechua y el aimara- los unifica, que habrá con el tiempo una ligazón inseparable con Lima capital, que la Sierra y la Costa -con paridad en el diálogo- unirán capacidades y recursos. Adivina él, chileno, lo que pudo ser este país y no fue -por obra de él, en parte-, mientras que los peruanos seguimos sin captar, sin sentir el problema del indio, queriéndolo eliminar, borrando la palabra indio del diccionario. O entendiéndolo mal, soberbiamente, con desprecio, como lo entendía la frívola Lima de los años de la Confederación; la Lima que se rendía a los pies de Salaverry y Vivanco porque eran blancos, altaneros y poco sagaces; la Lima que detestó en Santa Cruz al indio. Así lo decían sus coplas:

“Que este Alejandro huanaco
extienda hasta el Juanambú
sus aspiraciones viejas.
¿Por quí, humbre, el Bolivia dejas?
¿Por quí boscas la Pirú?.”



Fuente: EDITORIAL PERIODISTICA OIGA S.A - Archivo Revista Oiga

miércoles, 6 de agosto de 2008

FRANCISCO IGARTUA - EDITORIAL - "Adios, amigos y enemigos" - Revista Oiga 5/09/95


En cualquier despedida algo se va de nuestra existencia y en cada adiós morimos un poco. Y siendo éste un adiós con resonancias mayores, grande es la sensación de acortamiento de la vida que acompaña a mi lápiz en estas líneas, aunque en el cerebro se me vaya afirmando la esperanza de que este adiós sólo será un alto en la larga batalla de Oiga por lograr que los ciudadanos del Perú comprendan que el verdadero desarrollo se logrará únicamente cuando construyamos una democracia, cuando hagamos de esta patria nuestra un estado de derecho, basado en el imperio de la ley. ¿Por qué el cierre de esta quinta etapa de la azarosa existencia de Oiga no puede significar solamente un alto en la batalla? ¿Por qué tiene que ser imposible una sexta y hasta una séptima vida, como los gatos, insistiendo en que los grandes programas económicos, los brillantes empréstitos, la magia de las finanzas, las apabullantes obras físicas, el crecimiento espectacular del turismo, no serán reales, sino sólo apariencias, si los peruanos siguen apartados de la cultura cívica, sin entender que el meticuloso respeto a la ley –tanto de los de arriba como los de abajo— es el único cimiento sólido para un desarrollo verdadero y sostenido?

Aunque, desgraciadamente, no es del porvenir –aún muy incierto— que me toca tratar en esta nota editorial. Me corresponde referirme a los hechos puntuales del presente, o sea repetir lo que escribí hace dos semanas a mis amigos: Oiga ya no volverá a aparecer. Después de 33 años de llegar semanalmente a manos de nuestros lectores –salvo algunas interrupciones, unas breves y otras prolongadas, motivadas por clausuras y una deportación en México— queda interrumpido este largo diálogo que veníamos sosteniendo con nuestros lectores.

¿Diálogo?, se preguntarán con sorna más de uno de los lectores de Oiga que no nos quieren y responderé diciendo con el maestro Unamuno que, bueno, que no serán diálogos –tan inservibles como esos catecismos con preguntas y respuestas— sino autodiálogos, diálogos consigo mismo, con las inquietudes que en mí despertaba la actualidad y los problemas que esa actualidad creaba en mi conciencia.

Oiga ya no volverá a aparecer. La cierra, no obliga a autosilenciarnos, el acoso que la revista viene sufriendo desde hace diez años. He tomado esta decisión en consulta con mis asesores más cercanos, principalmente con Jesús Reyes, quien me viene acompañando casi desde el día –hace 33 años— que retomé la aventura de Oiga, iniciada en noviembre de 1948, como respuesta de mi generación al cuartelazo del general Odría contra el presidente Bustamante y Rivero, el hombre que inútilmente intentó que este país de desconcertadas gentes entendiera el valor de la democracia, de la cultura cívica, del acatamiento al imperio de la ley y no al mandón de turno.

Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad –con lo que cada uno cree es lo cierto— y en el curso del camino fuimos perdiendo amigos, contactos, benefactores, sobre todo amigos que alguna vez encontraron acogida en estas páginas y cuyas causas defendió Oiga con calor.

Pero ¿qué importa lo ganado o lo perdido en la ruta? Sí me importa morir con dignidad, con la altivez con que vivimos estos últimos 33 años de Historia del Perú.

He dicho que hubo acoso y podría relatar las presiones sufridas por la imprenta donde se imprimía Oiga –imprenta permanente perdedora en las licitaciones a las que acudía— pero no quiero crear problemas a terceros que actuaron con entereza hasta que se les quebró el ánimo de ayudarnos. Hablaré, pues, de acoso sin añadir detalles, dejaré la palabra colgada en el aire. Y en cuanto al acoso tributario sí seré algo más preciso, por la ayuda que desde estas últimas páginas puedo prestar a mis colegas de la prensa escrita, colocados en situaciones parecidas a las que han llevado a Oiga a decir adiós a sus lectores.

Sí hay acoso tributario y es penosa la voz de los fundamentalistas del liberalismo, de los ayatolas del fujimorismo, cuando gritonean que no debe haber excepciones en las normas tributarias al referirse a los impuestos al papel y al IGV sobre la venta de periódicos y revistas –IGV que no puede ser trasladado a los canillitas— y callan, poniéndose siete candados en la boca, cuando se exceptúa del IGV a los negocios de la educación, cuando se libra de IGV a los negocios en la Bolsa y cuando el Estado excluye de ese impuesto –para que no quiebren— a las AFPs.

Sí hay un acoso tributario contra la prensa, que se hace extensiva a los libros, a la lectura en general. Y haciendo prohibitiva la lectura, justo en el quinquenio de la Educación, se escarnece al más elemental derecho de un educando: poder leer con libertad. (Entendiéndose por educandos no sólo a los párvulos de los colegios sino también a los mayores, quienes sólo leyendo se irán graduando en una materia en la que no se cesa de aprender, en cultura cívica). También es burla cruel mantener ese 18% de IGV a las medicinas y a los alimentos básicos en un país de tuberculosos, muertos de hambre y con salarios miserables. ¿Por qué? –repetimos como tantas otras veces— se ensaña la tributación con la cultura, la salud y la alimentación básica y sí encuentra razones para ser benévola con las especulaciones financieras, las AFPs y las empresas que hacen negocio con la educación?¿Por qué en el Perú del quinquenio de la educación se hace prohibitivo leer un libro?

Y, para terminar esta nota de adiós, debo decir gracias, muchas gracias, a todos los colegas que han expresado públicamente su pesar por la desaparición de Oiga. En especial, el decano de la prensa nacional, a El Comercio; a César Hidebrandt, que me emocionó ante las cámaras de Canal 9; a María del Pilar Tello, de Gestión; a Mirko Lauer, de La República; a Juan Ramírez Lazo… Y no sigo enumerando a las voces de solidaridad recibidas, tanto de encumbrados personajes –el presidente Belaunde y el embajador Pérez de Cuéllar, entre otros— como de viejos colaboradores y de amigos de la revista que apenas conocí, porque estoy seguro que los olvidos serían muchos más que los recuerdos y yo quisiera que las gracias sean para todos por igual.


Fuente: Editorial Periodistica Oiga S.A - Archivo Revista Oiga